El gran campeón, el gran ilusionista, el gran artista es un señor que, a partir de ahora, sólo jugará en el jardín de su casa con sus amigos
Si los pies llevasen guantes, Zinedine iría calzado con ese terciopelo que apenas se vence con una caricia a contramano. Ha acabado de largo el mundial y parece que llevo grabados cada uno de sus pasos de baile -francés, por supuesto- y cada uno de sus saltos sobre la medianía circundante. Único Zidane, el marsellés ha dicho adiós a ese deporte que en su día fue de caballeros con un gesto poco propio de la grandeza que lo ha acompañado desde que jugaba en los arrabales de su ciudad, pero no debemos quedarnos en un arranque rabioso ante las provocaciones de un italiano marrullero. Su vuelo ha sido tan alto que no es justo fotografiar el adiós de un mago con un cabezazo en el pecho del contrario tras una provocación probablemente muy calculada. Todos los insensatos e ignorantes que decían que el francés estaba viejo y acabado han tenido que tragarse la exhibición de un tipo callado, serio, discreto, que ha hecho del fútbol una más de las bellas artes. Recuerdo pocos jugadores de esa clase. Con esa clase, quiero decir. Tener clase es algo más que acertar en la precisión de un pase largo o en la efectividad de un regate. Tener clase es hacer que parezca fácil lo más inverosímil, hacer de la brusquedad de un disparo con la pierna buena una escultura en el aire, hacer de un cabezazo a un cuero cosido el salto del ángel desde el más alto de los trampolines. Tener clase es quitarle importancia a lo que haces. Tener clase es ir vestido de futbolista y parecer que estás jugando con chaqué. Y ése ha sido este Zidane que se va para lamento de los aficionados al fútbol, seamos del equipo que seamos.
El mundial que nos deja firmado en la memoria está muy por encima de los que han sido considerados los mejores del campeonato: fantástico Cannavaro, fantástico Klose, fantástico éste, fantástico aquél., pero el francés, más que fantástico, ha sido deslumbrante y ha dejado un catálago representativo de las mejores habilidades que lo han caracterizado a lo largo de su vida. ¿Cuánto tardará en aparecer otro ilusionista que nos desborde a diario con su toque? Un crack de estas características, dicen, aparece cada veinte años, nunca cada diez. En medio surgen enormes jugadores de fútbol, pero estamos hablando de otra cosa, no me confundan lo uno con lo otro: desde Maradona, que fue un grande, pero que tampoco hay que pasarse con las sobredimensiones, pocos tipos han desfilado sobre las basuras con la elegancia displicente de este tío. Cruyff, si acaso, fue el último que marcó la gran diferencia entre la mayoría y la excepción: su arranque desde cero, su empeine soberbio, su regate frágil, su manera de correr lo hicieron el más grande jamás visto por estos ojos. Sin embargo, el holandés, siendo el mejor de la historia -yo no vi a Di Stéfano, no supe apreciar del todo a Pelé- no tuvo la clase de Zidane. Fue mejor jugador, incluso más determinante en su tiempo, pero no tuvo su clase.
Otros tuvieron una clase excepcional, pero no fueron cracks. En España, por ejemplo, un jugador que se ajusta a esa descripción fue Francisco, internacional del Sevilla y del Español, excepcional en su elegancia. Hagi, el rumano prodigioso que nos maravilló a muchos en el Barcelona y en el Madrid, andaría también en ese grupo. Unos y otros nos han hecho amar este deporte espectáculo hasta el punto de tenernos un largo mes sujetos al televisor pendientes de qué nuevo baile se han inventado los excelentes jugadores africanos o de qué nueva táctica se impone entre los creadores de estrategias. Pero Zidane, además, nos ha llevado a la ópera, al ballet clásico, de su mano y de su p