Ese festíin de coincidencia lumínica te enseña a aprovechar el pegajoso encanto de una urbe, la tuya, en el holgazán agosto de las cosas
Un desierto asfaltado se presta a abrirse ante nuestros ojos cualquier tarde de agosto, cuando aún luce la fuerza ardiente del sol de leyenda y cuando se ve salir de las entrañas del granito el humo disuasor del calor. Una ciudad en vacaciones es un paraíso doliente y, a la par, evocador, en el que la melancolía por la falta o el encierro de sus moradores es menor que la placentera sensación de sentirse el dueño de los espacios vacíos. Madrid, síntesis y rompeolas de toda urbe, es muy retratable por los divulgadores del costumbrismo de verano: descubrieron a tiempo las terrazas y sobreviven por ellas dando saltos de silla en silla, por los bares de barrio, por lo que queda de las piscinas sindicales. No es tan de azoteas como Barcelona: en el borde pegajoso del Mediterráneo, a las azoteas se les llama ‘terrados’ o ‘terrats’ –por derivación ‘terrao’– y quien dispone de uno de ellos dispone de un tesoro de luces quietas. A los barceloneses siempre les gustó subir a sus terrados como a los sureños sacar las sillas a la calle. Hay un paseo de ‘terrats’ pendiente de una guía por escribir: los del Ensanche, los de Gracia, los de Sants, los de media altura, los de gran edificio, los privilegiados de casa baja. Los de coca y verbena, los de fiesta de cumpleaños, los de las primeras fotografías del nene o de la nena. En otras latitudes abunda la mecedora en la galería o en los balcones de los primeros pisos, con ociosos ocupantes entretenidos en el escaso vaivén de las calles o ancianos de mirada vaga y tiempo resuelto removiendo algunos desconsuelos y no pocas añoranzas. Me gustaría entrar en la cabeza de los viejos que se asoman al quicio de los balcones a ver la película parsimoniosa de una calle de verano, llena de perros vagos y de bolsas enlutadas de basura. Me gustaría saber si está suficientemente nutrido de razones su abatimiento, pero quizá otro día. Más al sur, como digo, más al calor meridional de las noches echadas a mano, las sillas ocupan la calle y los zaguanes, y aún hay quien entresaca algo el televisor para que compita con la distracción de ver pasar a los primeros vampiros que despiertan de la larga siesta de las tardes, esas en las que la sierra de alguna obra sustituye la natural chicharra de los campos. Esas improvisadas terrazas sin veladores están repletas de hombres en camiseta de tirantes y mujeres con bambito fresco, son propias de ciudad pequeña y tienen licencia de perezoseo legal. En el prodigioso norte de los verdes y las humedades, en cambio, las ciudades permiten el milagro inusitado de las rebecas de noche.
Hay un algo de envidiable en esa teórica ‘mantita’ con la que los norteños dicen cubrirse de madrugada para evitar la rasca que entra por los postigos entreabiertos del sueño. El chaleco que algunos lucen en los hombros cuando salen a pasear una vez el sol se ha metido en la hucha de los montes –o del agua– es el símbolo de la civilización del tiempo, una añoranza adelantada del otoño por llegar.
Hay a quien le gusta pasear por las ciudades en ese momento en el que se encuentran las dos luces, la natural, que decae, y la artificial, que emerge. Los efímeros minutos en los que coinciden las farolas, los luminosos, los faros de posición y, a la par, el lubricán de los largos atardeceres de verano, es el momento idóneo para descubrir lo mucho que se ama a una ciudad. Al igual que el momento en el que descubres el árbol por el que se le muere la tarde, ese festín de coincidencia lumínica te enseña a aprovechar el pegajoso encanto de una urbe, la tuya, en el calmoso y holgazán agosto de las cosas.