Núcleo privilegiado en el que la vida, más allá del frío, discurre con una placidez superior a otras poblaciones
Durante no pocos años, Vitoria ha sido considerada una de las tres ciudades españolas con mayor calidad de vida. Ese concepto, la calidad de vida, no deja de ser difícilmente evaluable desde el momento en el que su valoración está en función de no pocos criterios subjetivos, pero aun así deberemos reconocer que la capital alavesa es un núcleo privilegiado en el que la vida, más allá del frío, discurre con una placidez ciertamente homologable y superior a otras poblaciones comparables en dimensión o en trayectoria. En los célebres y discutibles listados de ‘calidad de vida’ te encuentras, habrá que recordarlo, con resultados que llaman demasiado la atención: la prodigiosa Sanlúcar de Barrameda ha ocupado durante un par de años consecutivos la última plaza en la clasificación nacional que elabora un centro de estudios de La Caixa de Cataluña, mientras que, como todos sabemos, es una ciudad magnífica donde jamás un visitante podría percibir la sensación de estar en el pueblo más pobre o retrasado de España. Ese famoso listado le ha costado a la oficina local de La Caixa en Sanlúcar alguna que otra discusión de la que ha salido airosa gracias a que es una excelente entidad bancaria, pero una pésima valoradora de criterios subjetivos. A lo que íbamos: Vitoria es una excelente ciudad, armónica, hermosa, histórica, equilibrada y, con todos los defectos inevitables de las urbes en desarrollo, repleta de servicios. Y, además, fidelísima: Fidel Ramos, factótum de Ikea, el renovado restaurante, da a la ciudad una dimensión humana que la hace impagable. Cuando visito la ciudad alavesa, no muy lejos de Estella, el Estrasburgo del sur de Europa y del norte de España, auténtica capital de la españolísima Navarra, me dejo caer por Sagartoki, que es una sidrería de la mejor factura en la que elaboran un prodigioso pincho que consiste en freír de un solo golpe el producto de envolver en patata deshidratada unas lonchas de bacon con una yema de huevo en su centro. Esa y otras exquisiteces son habituales en una casa llena de prodigios sólo comparable a la gran campeona de las tapas vitorianas: El Toloño. Enrique, su factor humano, era un empresario de carcasas de aire acondicionado que un buen día vio cómo giraba su destino y que decidió ajustarse el mandil y el talento con el objeto de ganarse honradamente la existencia: así creó uno de los grandes emporios de la cocina breve en el que es posible probar una variedad imprevisible de exquisiteces que dependen de la creatividad del día. Soberbio. Campeonísimo de España. Y esperando siempre, Fidel, gallego de nacimiento arribado a Vitoria a empezar de cero y que, de la mano de José Ramón Berriozabal, grande de Vitoria, grande de Fogones, creó Ikea –nada que ver con la multinacional sueca– en el centro de la ciudad. Hará poco decidieron reestructurar el viejo e imponente chalé en el que habían bordado durante años el condumio y llamaron a Mariscal, el imprevisible creador y diseñador valenciano, con la esperanza de que tuviera un día feliz y diera en la tecla. Pues, la verdad, lo tuvo: imaginativo y valiente, Mariscal ha dado la vuelta a un caserón imponente y ha forrado de madera cada pared combinando luz y roble de una manera originalísima, reforzando conceptualmente el vasquísimo ambiente de la casa gracias a sutilezas aparentemente inapreciables, pero sobradamente efectivas. Bodega exuberante y cocina preciosista, por demás, invitan a quedarse a vivir con ellos. Fidel es de los que resulta capaz de llegarse a la feria de Sevilla cargado de perrechicos y foie fresco, meterse en la angosta cocina de una caseta y cocinar para sus amigos, advirtiéndose en él ese inagotable entusiasmo de los que tienen ganas de vivir y son capaces de doblarle la mano al destino y dejar en buen lugar a los ciruja