Hay que hacer muchas a lo largo de una vida para que la masa sea equilibrada y sabrosa
Un caballero no come croquetas, en principio, a no ser que sean las de su madre. Vete a saber con qué hacen las masas liadas en harina que te ofrecen por ahí, lechosas, blanquecinas, blandengues. Las que surgen de cualquier esquina –debidamente emplatadas–, en la mayoría de cócteles a los que acude un español medio, sean bodas, sean presentaciones de libros, sean actos de hermandad vecinal, pueden llevar dentro restos de diplodocus del Terciario. Y suelen estar hechas con la repugnante mantequilla de cada día –marranería insuperable en la que cae medio país–, lo que le da a la masa un sabor vomitivo y nauseabundo merecedor del exilio de por vida. Las hay, como sabemos, de facturas varias: de jamón, de pescado, de pollo, de cocido, de marisco…, pero, por encima de todo ello, convengamos que sólo las hay de dos tipos, buenas y malas. Las buenas exigen método, tiempo y contenido. Las malas, nada. Uno que suscribe las prepara con los restos de pelar la pata de un jamón, que refríe junto a la cebolla, a los que añade la harina para que se tueste a la par, algo de pimienta y, finalmente, la leche. Conviene triturarlo y dejar que esa masa repose una noche. Luego, a liar con huevo y pan rallado y a freír con fuerza. Y que sea lo que Dios quiera, que hay que hacer muchas a lo largo de una vida para que la masa sea equilibrada y sabrosa. Le pasa eso a Caridad Asencio, nieta de La Tanga, gitana de roete en la cabeza, gran bailaora de tangos que igual vendía higos chumbos que pregonaba «artramuces, salaítos y dulces» por las calles de Aznalcázar, provincia de Sevilla, donde mora el mejor poeta andaluz de estos últimos tiempos, Antonio García Barbeito, hijo de Modesta, que una lejana mañana me acercó a la antigua casa de Cristo –en realidad Paco Berna– a probar su legendario cocido hecho a base de la pringá más densa y sabrosa de la comarca. Cariá ya liaba croquetas antes de que sus clientes liaran cigarrillos, y fuera, aparte de las que me lía Nines, de Casa Perico, en la calle de La Ballesta de Madrid, son las únicas de confianza ciega que uso devorar, como si fueran las manos de doña Blanca, madre de aquí, las que ejecutaran con precisión casera el viejo ejercicio del rebozado. Cristo heredó de su abuelo el sobrenombre y con él bautizó el clásico bar de fondo con chimenea y televisión –y diez mesas– en el que se hizo legendario y en el que Cariá, en realidad su cuñada, puso la croqueta a la altura de los altares. Al tiempo amplió y se situó en las afueras del pueblo bautizando el local, no sin cierta pomposidad comprensible, El Cortijo del Cristo. Muchos dicen que no puede tener el mismo sabor lo hecho en aquel acudidero acogedor del centro del pueblo que en una venta de proporciones descomunales en la que siempre, por fuerza, hay mesa libre –a la gente, en el fondo, le gusta que no haya sitio y que la echen para atrás–. Nada han de temer: mientras Cariá esté entre pucheros, el cocido sabrá a cocido y las migas, a migas. Y sus croquetas, sencillas como el mecanismo de un sonajero, sabrán a bechamel confeccionada con aceite de oliva, como debe ser, y a todo con lo que hace la masa, que es poco más que jamón y, si acaso, algo de pollo. Sus croquetas no son como alguna de esas paellas a las que, menos el Ninot Indultat, le echan de todo. No. Son un canto a la forma anárquica que hace que ninguna sea igual a otra, un universo rebozado por el que se escapan los sabores antiguos, un poema a la sencillez esbozado a mano, una gruesa lágrima de harina deslizándose lentamente por los adentros del pecho. Cariá del Cristo, sin saberlo a ciencia cierta, ha escrito durante años la historia sagrada de la croqueta. La que usted está deseando comerse ahora mismo.