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11 de diciembre de 2005

Anuncios de madrugada


Me veo a mí mismo queriendo adquirir todo lo que se anuncia, me haga falta o no 

Asomarse de madrugada al interior de un televisor es darse de bruces con un mundo de ofertas interminables. Si un desvelo te ha dejado frente a la pantalla a las tantas de la noche, te preguntas cómo has podido vivir durante estos años sin tener entre tus manos cualquiera de esos mágicos artilugios que exhiben hasta la náusea un ejército de modelos y buscavidas. Ignoro si sufre usted el mismo conjunto de síntomas que me asalta, pero me veo a mí mismo queriendo adquirir todo lo que se anuncia, me haga falta o no. El wok, por ejemplo: es espectacular ver al chino maniobrar en ese cazo prodigioso y confeccionar toda la comida del día en un solo golpe. Quiero el wok. Ya tengo el wok. Ahora no sé qué hacer con él. Al chino le salía bien y a mí me sale un churro. Luego está el nota de los cuchillos: maneja con destreza un puñado de ellos capaces por igual de cortar el tomate y el mármol. ¿Cómo es posible que una mierda de cuchillo corte el mármol? Pongo la misma cara que los espectadores que están sentados en las gradas, que se miran entre sí, adoptan aspecto asombrado, abren la boca sorprendidos y aplauden casi emocionados. Todo por un tío que pela un tomate. Quiero los cuchillos. No hay que afilarlos nunca, son imbatibles, cortan el acero. Tengo los cuchillos. Pues a mí no me cortan igual que al de la tele. Otro tiesto. Veo ahora el macroanuncio del hombre al que se le araña el coche y se le levanta la correspondiente pintura después de haberle pasado una llave sin piedad por el capó. Qué putada, a mí me pasó eso hace poco. Saca el artista una crema mágica, le pasa un trapo y ¡desaparece el surco! Otra vez el público admirado aplaude dándose abrazos. Media hora para contarlo, por supuesto. Bueno, pues lo quiero. Pero las líneas caprichosas de mi capó no las borra. ¿Qué ha pasado?: que debo de ser un trasto. Baja mi autoestima, pero crece mi admiración por los charlatanes de madrugada. Por el que vende el artilugio de ejercicio abdominal, por ejemplo. Sale una pareja mollar y vigoréxica y luce, sin ápice de sudor, una camiseta preciosa que ni siquiera se arruga mientras se dobla el aparatito y se les marca el abdominal como una tableta de chocolate. Qué tíos. Lo doblan, lo meten debajo de la cama y se quedan tan a gustito. En el mismo anuncio se ve a gente descuajeringada intentando adelgazar con un dispositivo imposible que les rompe la espalda y les deja igual de gordos. Te convence. A mí me convence. Luego te das cuenta de que haces abdominales, exactamente igual, estirado en el suelo y agarrándote la cabeza con las dos manos, como siempre. Además, dejas hueco debajo de la cama para que te quepa la bolsa de ropa al vacío que has confeccionado con el succionador de aire o el famoso colchón que se hincha contigo encima y que sirve para que duerman los primos de la ciudad que vienen a verte un sábado de forma imprevista. El famoso colchonazo tarda en hincharse treinta veces más de lo que se ve en el anuncio, pero, bueno, al menos sirve para un desavío. Aunque te caigas por los lados. También lo tengo. Me gusta mucho el anuncio de la escalera de seis metros que, ¡cómo no!, cabe en cualquier armario; y el de la aspiradora sin cables, que no sé si aspira, pero que se mueve con una facilidad asombrosa; y el cinturón de sauna que hace que adelgaces mientras lees un libro de Glucksman sentado cómodamente con tu pareja en el sofá de casa; y las plantillas para adelgazar que permiten una asombrosa silueta con el simple hecho de calzarlas a diario; y las extensiones de pelo para las señoras que venden de forma tan asombrosa que hasta yo, que clareo por la azotea, tengo mis tentaciones… Y, por supuesto, me fascina el italiano que ofrece unas joyas de diez mil millones de quilates a cambio de unos cuantos euros: me convence de estar ante las joyas de la corona y


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