Hoy en día, parece que todos hayamos crecido entre mecánicos de alta tecnología. ¿Cómo es posible que sepa tanto la gente de esto?
El comportamiento que describo no es privativo, ni mucho menos, de los españoles, pero sí es cierto que aquí se vive el tránsito de la nada al todo, de la abulia al fervor, de la danza al crimen, con una celeridad digna de aplauso y reflexión. Hace escasamente cuatro años, tres quizá, la inmensa mayoría de los ciudadanos no tenía ni papa de fórmula uno, no conocía más que los nombres de pilotos legendarios, no sabía lo que es una chicane, una curva bien apurada, la pole position o el paddock de un circuito. Sabíamos que alguna vez habían venido al Jarama o al delicioso circuito urbano de Montjuïc en Barcelona, y sabíamos que en Montmeló se había construido uno que era la repanocha de bueno y que en Jerez corrían las motos, a las que sí que había, desde el prodigioso Ángel Nieto, mucha afición, debido entre otras cosas a los campeones que daba nuestro país, uno detrás de otro. Y a eso voy. Los más de los mortales sabíamos las historias de los pilotos muertos en combate, bien en la pista o fuera de ella, como el que es considerado mito inalcanzable de la fórmula uno, Ayrton Senna, el brasileño que se dejó la vida en la curva de un circuito, y sabíamos algunos nombres antiguos de cuando los coches iban a pedales que fueron símbolos de la gente que corría mucho o conducía con pericia: ¡Adiós, Fangio! ¡Ve más despacio, Fittipaldi!
Incluso nos sonaban nombres eternos, generalmente británicos, que de vez en cuando se asomaban a la crónica deportiva: Graham Hill, Jakie Stewart, Jim Clark. Y el de un francés con muy mala uva que le disputaba a Senna la primacía: Alain Prost. A partir de ahí todo era privativo de un selecto grupo de aficionados capaces de distinguir el dibujo de una rueda a doscientos por hora.
Hoy en día, en cambio, parece que todos hayamos crecido entre mecánicos de alta tecnología: en cualquier bar con televisión se agolpan los lugareños para ver la carrera de turno y es habitual escucharles juicios del calibre de «no se puede cerrar tanto en esa curva a sólo dos vueltas de salir», o «está haciendo demasiados blocajes de ruedas», o «si entra ahora a repostar, la caga», o «los reglajes esos no me gustan», o «se nota que no le funcionan bien los circuitos de refrigeración de frenos», o «en Imola no hubiese tenido cojones de salir así de la pole». Sin ir más lejos, el fin de semana del Gran Premio de España en Montmeló se reunieron en las tribunas y en las colinas adyacentes cerca de ciento cincuenta mil personas, cuando tres años atrás apenas llegaban a los treinta mil, y las transmisiones de Tele 5, conducidas por el magnífico Antonio Lobato –que a mí me entusiasma–, son las que le permiten a la cadena ser líder en el fin de semana. ¿Cómo es posible que sepa tanto la gente de esto? Pues, posiblemente, porque cuando aquí entra el entusiasmo por algo lo hace de manera súbita y febril, y el hecho inusitado de que un español llegue a ser campeón de los campeones hace que se tome la competición como algo propio.
Por demás, el lujerío de ese circazo impresionante hace que nos quedemos aplastados contra la butaca como si, de verdad, estuviésemos conduciendo una de esas endiabladas máquinas. Pude gozar del privilegio de meter las narices en las tripas de boxes y áreas de descanso –gracias a mi buen amigo José Pinto, de British American Tobacco, patrocinador de Honda– y aún es hora de que salga de mi asombro. Sin darme cuenta, quedé prendado y prendido por la puesta en escena del que puede ser el gran espectáculo de este siglo. Hasta me sorprendí a mí mismo advirtiéndole a un mecánico: «Ojo con ese alerón, que me parece que está descompensa