No es el momento de Granada y de Sevilla. Ambas ya tienen sus procesos en marcha: en una, el Albaicín y en otra, Los Bermejales. Por ahora, el objetivo es Córdoba. Los islamistas pertenecientes a una tal Junta Islámica de España, liderados por un individuo llamado Mansur Escudero, exigen que la catedral de la ciudad, antigua mezquita, sea considerada templo musulmán y puedan realizar en él actos colectivos de oración y proselitismo todos aquellos musulmanes que así lo consideren oportuno. Al no haber conseguido la preceptiva autorización del Obispado ni del Cabildo Catedralicio, algunos de los «bienintencionados» reclamantes han dispuesto un dispositivo organizado de oraciones en la misma puerta de lo que en su día fue un templo visigótico, posteriormente arrasado por los musulmanes que invadieron la Península mil trescientos años atrás, lo cual, el rezo, ha sido calificado como «payasada» hasta por miembros cordobeses de Izquierda Unida, en principio la formación política más proclive a desterrar en lo posible las tradiciones cristianas a ámbitos tan privados como casi secretos. Hace años que cunde la idea en el imaginario colectivo de que la llegada de los moros por el Estrecho trajo la civilización, la tolerancia y el progreso a la negra Península en su día dominada y organizada por los romanos. Me da la impresión de que hay que leer un poco más. Determinados individuos de largo olfato han sabido manejar con habilidad la nostalgia de Al Ándalus y han creado en los particularmente desinformados paseantes de esta tierra la sensación de que aquel pasado esplendoroso es el que permitió muchas de las bondades sociales y tradicionales de nuestro tiempo. Serafín Fanjul, el más sensato y brillante conocedor y desvelador de todas las intrigas de estos nuevos imanes y emires, lo describe brillantemente como «sollozos fingidos y folclóricos por el Paraíso perdido». En esa recuperación están los mansures que en España reclaman la utilización de espacios públicos que no corresponden a su credo y utilizan como excusa los diez minutos en los que el Papa Benedicto XVI rezó en la Mezquita Azul de Constantinopla. Si esa mezquita, como todas las demás de los países musulmanes, estuviera abierta a que los cristianos pudieran entrar a rezar de forma organizada, cabría siquiera el debate, pero, como usted puede imaginar, la simple exhibición de cualquier símbolo de nuestra religión nos costaría un serio disgusto en cualquiera de esos edenes de la tolerancia. A aquellos que piden rezar en la catedral cordobesa les importa, fundamentalmente, establecerse simbólicamente en el corazón de su territorio soñado con el fin de expandir su forma de vida y sus costumbres escasamente oxigenadas y tolerantes: aquel islam no era más que una poderosa máquina de aplastar infieles como lo es el islam de ahora y como sería el que aportasen estos avispados mansures. El cristianismo ha evolucionado y el islam no, en pocas palabras. Que se sepa, por otra parte, aquellos musulmanes tan añorados no permitieron jamás el rezo colectivo en las mezquitas que edificaron sobre las iglesias visigóticas, entre ellas la de Córdoba. Estando suficientemente demostrado todo lo anterior, resulta enternecedor, cuando no dramático, el permanente ejercicio de comprensión y complicidad de no pocos intelectualoides españoles y representantes políticos en general –empezando por la muy simple Junta de Andalucía– al ver con buenos ojos esos supuestos llamados al ecumenismo. Quizá detrás de ello se esconda una explicación escasamente disimulada que bien acertó a definir hace unas semanas César Alonso de los Ríos en su columna de ABC: el ajuste de cuentas que tienen los «progresistas» con la nación española pasa por la generosidad con otras creencias y el rechazo al catolicismo, de lo cual se aprovechan estos islamistas que de forma tan perspicaz han detectado nuestra obsesión por matar al padre, nuestra revuelta contra lo propio, nuestro perverso ejercicio antipatriótico. Sería, pues, más que pertinente exigir a las supuestas autoridades españolas un abandono de la retórica pastosa en la que están instalados y una reacción, al menos, tan sensata como la que ha tenido el obispo de Córdoba. Que nos jugamos mucho y estos necios no lo quieren ver.
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