Cuando un artista crea una pieza, debe obtener beneficio del placer que proporcione, sea poco o mucho
Entre Ramoncín y Sabina hay un cruce de espadas afiladas que deja un rastro de sangre allá donde no solía, en terrenos de la creación. Los artistas, habitualmente, se pellizcaban unos a otros cuando los unos o los otros no estaban delante, pero pocas veces salían a los medios a señalar con el dedo tieso al contrario, acusándolo de tío mierda. Aquí sólo se hablaba mal de Julio Iglesias, al que todos los progres ponían a parir –a excepción de Ana y Víctor, que siempre agradecieron que testimoniara en su favor cuando fueron acusados de quemar una bandera española en México, cosa que era, evidentemente, mentira– y al que acusaban de pro americano y superficial. Los demás eran todos amiguísimos o lo hacían ver, aunque de puertas adentro tuvieran lo suyo. Los derechos de autor han podido con esa costumbre. Ramón defiende la lucha contra la piratería como única manera de garantizar los ingresos de muchos autores menos favorecidos y Sabina, fiel a su canalleo, encuentra poco o menos grave que se vendan discos piratas en las calles. Dice que piratas hay muchos más en las multinacionales. De hecho, el enfrentamiento viene a cuenta de la gira de Sabina, titulada Carretera y top manta, que es un juego de palabras de los muchos con los que el de Úbeda salpica su desbordante capacidad de creación y provocación, título que Ramoncín ha considerado una estupidez. Joaquín, con todos sus excesos, sus contradicciones, sus salidas de tono, es un agitador de emociones. Pocos autores en español han sabido encontrar el verso cáustico, nocturno, cervecero, putangón y enamorado que ha compuesto en sus nosecuántos discos. Si uno repasa la obra de Sabina, antes o después se encuentra en ella, se ve en las noches ásperas de alcohol o en las camas vacías del desamor. La España retratada por este descreído de sí mismo es la España de la que unos se fueron pronto y a la que otros llegaron tarde, la España transitiva de la noche al día, la de bar de carretera, la de olor a esquina, la de poetas escondidos, la de matronas antiguas, la de toreros secretos, la de perdedores con paga, la de camareras huidizas, la de princesas con harapos, la de pordioseras endomingadas… España es mucho más España gracias a creadores como este sujeto a medio camino entre el maldito y el consagrado. Sabina, para algunos de nosotros, sus exégetas, está a la altura de Bob Dylan. Incluso para alguno de nosotros está más cerca que Bob Dylan. O sea, por encima. Sus canciones nos han hecho envidiar su puñetera facilidad para reconstruir con palabras las sequedades del abandono o la aventura de la supervivencia, ya que han sabido decir muy bonito lo que todos hubiéramos querido escribir y no hemos tenido acierto. Puestos a pedir, algunos pediríamos para él un Príncipe de Asturias, como el que le han otorgado justamente a Almodóvar, sólo por el placer de escucharle alguna genialidad provocativa en el acto de entrega o de verle orinarse disimuladamente en los macetones de palacio. Es, en una palabra, un héroe que siempre se encuentra a dos milímetros de defraudarnos, pero que, por el contrario, siempre tiene una canción en la bocamanga con la que callarnos la boca.
Querido Ramón: la razón, puramente, la llevas tú. Los derechos de autor, de los que viven muchos creadores, no deben ser pisoteados por las tecnologías ni por las piraterías. Cuando un artista crea una pieza, debe obtener beneficio del placer que proporcione, sea poco o mucho. Pero tú conoces a Sabina tan bien o mejor que yo y sabes que es capaz de bromear hasta con lo más sagrado, que en su caso no creo que sea la pasta. Lo del top manta, que es una vía de agua para muchos de los que viven de una industria que antes o después va a tener que reconvertirse, es la excusa para unas risas. Tú, q