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27 de agosto de 2006

¡Que viene Talavante!


Los toros lo están cosiendo a puntazos ya tarascadas, pero el tío aguanta co­mo un jabato y rellena el tarro del arte de cada tarde

Era por agosto en Huelva, la ciudad renacida de sí mis­ma, cuando la atmósfera renovada de la ría traía ese aire velero que tanta falta le hacía a un poblachón insistentemente olvidado en una esquina peninsular. Venía el cronista de dar cuenta de un soberbio potaje de setas y alubias en Portichuelo, que si no lo conoce se lo recomiendo, donde se supera con creces el consabido listón de las gambas y el jamón, dos exce­lencias a las que se ha atado en ex­ceso a la gastronomía onubense. Han pasado a la historia aquellas gambas que medían todo lo que daban de sí el dedo índice y el pulgar en extensión completa: cuando las hay, valen un Potosí, y las que operan en el mercado van menguando año a año. Las gambas hablan cada día más idiomas y viven en su anatomía las mezclas de colores de los muchos orígenes de los que provienen. ¡Ay, aquella gamba blanca, nacarada, larga y robusta de entonces! En Huelva, créanme, hay que probar más cosas.

Talavante me llevaba a la segunda tarde de las Colombinas, esas a las que no suelo faltar. «¿Ya has visto a Talavante?», me decía media España taurina; no, aún no ha habido oportunidad, ¡si ha tomado la alternativa hace cuatro días! Salió su primero y no dio mucho de sí, aunque estuvo torero. Salió el segundo de Manzanares y el alicantino pespunteó un prodigioso toreo al natural, que, dicho para los no iniciados, consiste en llevarse la muleta a la mano izquierda y sujetar el estoque con la derecha. La izquierda, siempre se ha dicho, es la que firma contratos, aunque se escriba con la derecha. Le quedaba un toro a este joven torero de Badajoz… y no pudimos cerrar la boca muchos de los que vimos los pies juntos, firmes, quietos, y el acompasado temple de su zurda y su diestra. El valor en el toreo no consiste sólo en parecer un gladiador, un luchador de circo romano. El valor suele ser mucho más sordo de lo que parece. A Antoñete le preguntaron en qué se diferenciaba José Tomás de los otros, y el maestro contestó que donde los demás ponían la muleta era donde se ponía él: el terreno secreto, prohibido, transmite una sensación de peligro que, si es acompañado por la belleza de un pase templado y bien ligado, no puede asemejarse a nada. Talavante pisa esos terrenos. Los pisa con una impertubabilidad, con un pasmo, con una quietud que resultan estremecedores. ¿Cómo puede un torero convertirse en la sensación del planeta taurino con sólo dos meses de alternativa?: con la combinación equilibrada del valor y el arte, dando la sensación de que en cada plaza se está entregando sin reservas, corriendo bien la mano, transmitiendo una inconcebible serenidad cuando se está jugando la vida. Al igual que ha pasado con otros toreros que se han puesto ahí, cruzados al pitón contrario –lo hizo Ojeda, lo hizo un tiempo Rincón, lo hizo Tomás– y a dos palmos de los pitones, el motor no aguanta eternamente y, antes o después, acaban dando un paso atrás. No sé cuándo lo dará este chaval, pero mientras no lo dé hay que ir a verlo, hay que seguirlo. Los toros lo están cosiendo a puntazos y a tarascadas, pero el tío aguanta como un jabato y rellena generosamente el tarro del arte de cada tarde. Tiene desmayo, que tan hermoso resulta en el desprecio calculado al peligro de un toro, tiene verticalidad, desprecia los aspavientos y va a acabar puliendo una técnica que acabará siendo prodigiosa. De vez en cuando pasan estas cosas, llega uno y lo pone todo boca abajo. Bendito sea el día en que alguien le dijo que dejara todo lo que estaba haciendo y que se vistiera de torero. Que pueda volver todas las tardes a su hotel por su propio pie o en hombros de una afición que está asombrada. Y que usted y yo lo veamos todo el tiempo que le aguante el corazón que hace falta para plantarse ahí.


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