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3 de febrero de 2001 | ||
A Pilar Urbano, cristianamente |
Vamos a ver, muchacha, vamos a ver. Vamos a intentar bajar el balón y enfriar el juego, que si no la cosa puede ponerse fea. Por si no hubieras recibido suficientes críticas por tu hagiografía de amanecida sobre Garzón, ahora vas y te metes en el charco de los vivos, los muertos y los periodistas que hemos recibido la visita de la muerte y que, según tú, hemos cambiado el criterio sobre el terrorismo. No te equivoques, Pilar Urbano, no te equivoques. No quieras ser como Setién o como cualquiera de los pusilánimes vestidos de púrpura que andan por ahí remangándose la sotana para no ensuciarse en los charcos: aquí de lo que se trata, querida, es de que unos matan, otros mueren y otros cuantos debemos no sólo contarlo, sino, además, utilizar nuestro púlpito mediático para combatirlo. Tan fácil como eso. Ignoro si a ti han querido matarte alguna vez, pero en el caso de que no hayas experimentado esa sensación molesta -cosa que, por cierto, no te deseo-, te diré que ayuda a comprender aún más a tantas personas que sufren la doliente herida de la ausencia -miles de ellos- o la agobiante amenaza de la muerte violenta -cientos de miles de ellos-. Ya que hablas tan desahogadamente de mi célebre caja de puros, debo recordarte que esta contenía cerca de un kilo de dinamita, y que solo el milagro de un milímetro de cable desprendido hizo que no me convirtiera en un remedo de papilla. Aquello, créeme querida, no hizo que yo cambiara mi visión del terrorismo y mi postura ante este, no. Me ayudó, si acaso, a saber a qué sabe la muerte, que tiene un gusto, te diré, a óxido de hierro. Ni Luis del Olmo, al que esperaban matar de forma contumaz, ni Antonio Burgos, al que de milagro no le agujerearon la sien, ni Carmen Gurruchaga, que ya conoce de largo cómo suena una bomba en la puerta de su casa, han esperado a devolverle el saludo a la muerte para arremeter inequívocamente contra el terrorismo de una forma que ya quisiéramos que hicieran algunos otros periodistas especializados en el pasteleo infame al que acabas de suscribirte. Antonio, Luis, Carmen y, en mi modestia, yo mismo, llevamos más años de los que quisiéramos enfrentándonos con nuestros medios a un sector del nacionalismo vasco -digamos al totalitario para no molestar- que ha decidido matar hombres, mujeres y niños para conseguir determinados objetivos políticos tales como la independencia, el socialismo y otras gaitas. No nos ha hecho falta una bomba. Cuando estos muchachos mataban antes de la muerte de Franco, a ninguno de nosotros nos asomaba una sonrisa disimulada o una disculpa cómplice. Somos de los que pensamos, ya ves, que la muerte de Carrero fue un asesinato en toda regla tan condenable como el del pobre cocinero al que también han hecho volar por los aires y por el que el resto de cocineros vascos ha abierto una cuenta para amortiguar el dolor de sus conciencias. Ignoro qué fiebre ha debido sobrevenirte. Tal vez sea el convencimiento de que, haciendo declaraciones tan del gusto de esos hijos de Sabino Arana que dicen que hay que elegir mejor a las víctimas, creas que te pones a salvo tú de una caja de puros, o, en tu caso, que no fumas, de un paquete de medias. Si es así, creo, sinceramente, que te equivocas. No te fíes. Incluso tú eres una enemiga. Los pasteleos, querida amiga, a la larga pasan factura. Los tibios, tú deberías saberlo, acabarán siendo expulsados de la boca de Jesús. Creo que lo dijo a las puertas del Templo, pero no sé, no estoy seguro. Cuando todo este «conflicto» sea una página negra, ya pasada, en la Historia de España, los mismos que ahora nos hemos enfrentado al terror con todas sus consecuencias difícilmente olvidaremos a aquellos, un grupo magro y notable, que han preferido quedarse pegados a la pared cuando el toro ha embestido con esas sacudidas suyas, negras y sanguinolentas.
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