El Rey acostumbra a estar donde tiene que estar, sea Galicia o sea Navarra, sea la Cumbre Iberoamericana o sea presidiendo una parada militar. Está en el sitio y con maneras, sin perderle la cara al toro y sin salirse de cacho. Sabe acoplar su muleta a la embestida de cada cual y, sobre todas las cosas, aguanta extraordinariamente el tirón. En el reciente acto protocolario del Parlamento navarro, el Rey pudo refrescar las sensaciones vividas unos veinte años atrás cuando los parlamentarios de HB vociferaron la salmodia que acostumbran a berrear en sus borracheras patrióticas. En esta ocasión, los representantes de ETA votados por ciudadanos de la Comunidad Foral (alguno de ellos asesino convicto y confeso, aunque ausente, como el que mató al matrimonio sevillano Jiménez-Becerril) exhibieron la bandera navarra sin el penacho coronado, se negaron al saludo y volvieron a aullar su cántico tabernario. Nada que no fuera previsible. El Rey desplegó en ese momento su muleta, les dio un par por la misma cara, muy templados, y se acabó la embestida de ese puñado de morlacos a los que, ciertamente, no debería comparar con un toro, ya que éste es un bellísimo animal que protagoniza una gesta de valentía y bravura y los otros no dejan de ser un manojo de asesinos que llevan viviendo del cuento del nacionalismo desde hace muchos, muchos años. Pero ustedes me entienden. El Rey habló de algo que a ellos les suena a chino, la libertad de expresión, que permite sus eructos cantábiles, y acabó con un Viva Navarra que expresa exactamente las ansias de los ciudadanos de aquella Comunidad. Y a eso vamos. Cualquiera que observe detenidamente la composición de aquél Parlamento llegará a la conclusión de que el nacionalismo imperialista de los vascos tiene, de momento, muy poco que hacer. La Navarra que ellos llaman y escriben Nabarra o Nafarroa se resiste numantinamente a ser absorbida por la voracidad indecente de PNV o de EA. Curiosamente, tiene más predicamento el terrorismo de HB que el nacionalismo supuestamente moderado. Navarra no acaba de ver la fascinante ventaja de ser vasco en un Estado etnicista aislado del mundo que le rodea. Incomprensible no quieren, pero es así. Votación tras votación, los navarros se resisten a entregarse al sueño nazi de Arzallus y compañía y entregan la gestión de su Comunidad (la que mayor número y envergadura de competencias tiene de todas las españolas, por cierto) a partidos como UPN o PSOE, los cuales no dudan (algún socialista cojea, pero eso parece inevitable en el partido de los maragalles y los elorzas) de que aquello es España mucho antes de que lo fueran, por ejemplo, Ceuta y Melilla y de que lo que más les conviene es estar amparados por una Constitución que garantiza sus libertades y su futuro. No pocos navarros, incluso, se lamentan de no poder asumir el mismísimo vascuence como lengua normalizada y española y no como instrumento de odio y escaramuza: alguno conozco que sostiene su parentela histórica con los vascos -dicen que más bien son los vascos los que son navarros- y que reivindica su unión dentro de una españolidad que no sólo no niegan, sino que resaltan y acentúan. Tanto por unos como por otros, los garaicoecheas y demás felones saben que tienen perdida la batalla de la absorción: ni siquiera la acción directa de los pistoleros cantantes puede amedrentar a una colectividad valiente y terca que quiere seguir viviendo todo lo bien que vive bajo la protección de un Estado de Derecho a cuya cabeza está un Rey que anda, últimamente, prodigioso con la seda y el percal.
Lo demás son cantos de sirena borracha y euskaldún. O euskalduna, que a mí me pasa con la lengua vasca más o menos lo que a Ibarreche que, como todos sabemos, la habla como un indio.