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19 de abril de 2002

La feria de Kerstein (II)


Su nombre es Kerstein, Richard Kerstein. Es gringo, empresario de la comunicación, rico podrido y listo como él solo. Hará más o menos un año hablé de su peripecia sevillana: trabajé para él en los Estados Unidos en una consultora de medios audiovisuales que se ha transformado en un auténtico filón de dólares y en agradecimiento a las muchas atenciones y a los no pocos beneficios profesionales que me supuso haber pasado por su grupo, le invité a Sevilla con motivo de la Semana Santa y de la Feria, consiguiendo, no sin esfuerzo, que viniera de visita a mi ciudad en estos fastos feriados de Abril.

Llegó Kerstein y, con él, el asombro. No sólo «entró» en la Feria a través de sus primeros aspectos estéticos, sino que su espíritu se vio inundado de sevillanía así pasó la primera noche entre nosotros. Recuerdo que incluso hube de lanzar un S.O.S. porque llevaba más de siete horas sin tener noticias suyas: después de saborear los primeros vasos de manzanilla y de dar cuenta de dos bandejas de pijotas (come más que el aguafuerte) se montó en lo alto de un coche de caballos y se perdió en la espesura de las calles del ferial. Cuando se despedía de mí intenté advertirle de la realidad: estaba en una fiesta de la que no tenía una sola noticia, no hablaba ni una palabra de español, no conocía a nadie más que a mi persona y la tarde era muy larga y la manzanilla peligrosa. Mientras comía ininterrumpidamente jamón (es judío, pero hizo una excepción) me dio a entender que yo hiciera lo que me diera la gana pero que él no venía todos los días a una maravilla así y que no pensaba renunciar a nada, que nos veríamos de noche y que ya se buscaría la vida. Cuando, tras muchas horas, hube perdido toda esperanza de devolverlo sano y salvo a Nueva York, le vi aparecer, ya de madrugada, abrazado a dos cocheros de Los Palacios, tocado con un sombrero de inexplicable color burdeos y cantando con su acento aperolado: «Chiralda dei Sevilia, mantilia, chorre del orouuuu». Sevilla le había vencido y él estaba dispuesto a abandonarse a su suerte. Anduvo dos días más con nosotros, fue a los toros, escuchó buen cante, quiso comprar todas las casetas que le gustaban, se enamoró de la ciudad y prometió volver. El día que regresaba a su lujosísimo despacho neoyorquino desde el que dirige un próspero negocio de medios de comunicación y de asesoramiento de imagen (Bush le debe más de lo que cree, aunque ahora sea un desagradecido y Gore se equivocó no haciéndole caso), me juró que su vida había cambiado, que al cabo de un año hablaría español y sabría más de nosotros. Y ha vuelto. Y como buen yanqui aplicado y afectuoso, ha cumplido su palabra. Su español, no es mucho mejor que el del Pato Donald pero consigue que le entiendan cuando pide el jamón cortado en lonchas más finas, o cuando pregunta por los carteles de mañana, o cuando elabora curiosísimas teorías sobre la falta de casta en los toros, cosa que parece preocuparle mucho. Ya distingue la Manzanilla del Fino y, si es necesario, se enzarza en acalorado debate sobre si las nuevas medidas de tráfico del concejal Blas Ballesteros han beneficiado o no a los que viven en el Aljarafe y vienen en coche a la Feria. Ya censura a los que no visten debidamente en las casetas y critica con cierta acidez «a los de fuera». Este magnate de los medios, genio de la política norteamericana, sesudo analista internacional, hombre de notable y suculenta influencia en la política de su país, se ha hecho definitivamente sevillano y ya se hace llamar «Don Ricardo».

God Bless América.


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