Anduve ayer entretenido asistiendo a la última fantasía animada del siempre imprevisible Albert Boadella. Cuando uno toma asiento en un patio de butacas en el que se anuncia un nuevo sarpullido de talento de Els Joglars, uno sabe que va a ser señalado con el dedo irreverente de la provocación y que no va a ser el mismo una vez sea devuelto a la espesura aburrida de la noche que aguarda afuera, así que, convencido de ello, me apresté a ser engullido por el discurso gamberro, aunque impecablemente construido, de un “enfant terrible” sarcástico, guasón, hiriente, atrevido y desconcertante. “El Retablo de Las Maravillas” es otro ejercicio más de esa contumacia que muestran Boadella y los suyos por desordenar toda corrección política, toda verdad instalada: cualquier exégeta de arte contemporáneo lo considerará retrógrado y cualquier cursi volcado en la gastronomía de autor lo tachará de “ximple”, pero quienes asistimos a la cáustica narración del dramaturgo catalán sabemos que, en el fondo de su arenga, está la verdad. No es nuevo el discurso, aunque sí el relato: los Boadellas llevan años insistiendo en el asombroso ascenso de los estúpidos a la espuma del reconocimiento social con la complicidad efectiva de los medios de comunicación, que tampoco nos escapamos del varapalo. El análisis al que somete el efervescente mundo de las vanguardias artísticas resulta demoledor: la diferencia entre un deshecho de hierros torcidos y una obra de arte estriba únicamente en quién lo firma y en quién lo valida; así resulta que un tonto con nombre es capaz de producir el éxtasis en determinados papanatas a través de elementos absolutamente comunes en nuestro pasisaje como una pared desconchada, que sería nada por sí sola, pero que es expresión sublime si la firma Tapies.
Otrosí con la gastronomía: con una pericia teatral envidiable, Els Joglars sitúan al espectador en el brete de reconocer –no sin la lógica exageración escénica— el espantoso ridículo al que nos sometemos los más de nosotros cuando comemos treinta platos microscópicos tras la consiguiente explicación técnica del refinado mesero. Hay que ser muy valiente para ir contracorriente y “deconstruir” a Ferrán Adriá, que es en quien pensamos todos cuando vemos la delirante escena de los humildes comensales invitados al “Menú Cero”. Lo político, siendo Boadella como es, tampoco se escapa a su dardo envenenado. Lógico, si atendemos a cuáles han sido siempre sus planteamientos: de alguien que ha subsistido contra el viento y la marea del ninguneo oficial no se pueden esperar precisamente caricias políticamente correctas. Fustiga a Felipe González, fustiga a Aznar... y fustiga a Escrivá de Balaguer, siempre huyendo del trazo gordo y simple más propio de una ceremonia de los Goya, para entendernos. Sus actores –los catalanes pueden ser los mejores del mundo- alcanzan techos asombrosos: sublime Fontseré, claro, sublime Xavier Boada, inconmensurable Jesús Angelet... y me enamoró Dolors Tuneu.
Anda ahora de gira por España. Vayan a verlos. Salgan de casa. Desafíen a los timoratos que entran a ver las obras de Boadella cuando ya se ha apagado la luz para que así no les identifiquen y no tengan que dar explicaciones a sus señoritos –ha pasado en la tremenda Cataluña de las apariencias--. Atrévanse a ver sus vergüenzas retratadas y a tomar conciencia de lo imbéciles que somos en ocasiones con la tranquilidad de que no se van a reír de usted, ni siquiera de sus sentimientos religiosos, que es una tentación que tienen muchos teatreros del montón. Saldrá<
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