«Les invito a imaginar cuántos votos obtendría el juez Garzón y cuántos la juez Alonso. Votos de personas decentes, claro, que son la mayoría. Los nacionalistas vascos, en todas sus acepciones, ya sabemos a quien prefieren»
Preguntémonos algo inquietante: ¿Qué ocurriría si el ordenamiento jurídico de España contemplase la posibilidad de elegir a los jueces por votación popular como ocurre, por ejemplo, en la justicia norteamericana y en alguna otra? ¿Cambiarían los jueces sus criterios escandalosamente favorables a los reos condenados por delito de terrorismo? ¿Ocuparía una juez como la Adventista Ruth Alonso la sensible plaza de ocupa?
Ha pasado el suficiente tiempo desde que la irritada magistrada excarcelara a un asesino de ETA —uno más en su generosa carrera de Juez de Vigilancia Penitenciaria— como para que uno sólo de sus compañeros de taller se desmarque de esa postura tan comprensiva; sin embargo, no lo ha hecho nadie. Ni uno solo. Todos deben estar de acuerdo en que las condenas motivadas por seis asesinatos se resuelvan en apenas ocho años. Hay que reinsertar, dicen, y eso es extraordinariamente progresista. Se excitan, eso sí, ante las críticas que recibe la juez en cuestión —que anuncia querellas histéricas— y se alinean en formación al lado de la evacuadora de cárceles. Son los mismo que aplauden a Perfecto Andrés Ibáñez, el nuevo experto en traducciones del Euskera al Castellano, o que vitorean a los Cezones liberadores de narcotraficantes confesos. Los mismos que hoy no lamentan que la Justicia demostrase nula agilidad para vigilar cautelarmente a Josu Ternera, asesino de niños y grandes, huido y escondido entre las mismas faldas nacionalistas que llegaron a elevarle a la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Vasco. Urruticoechea ha puesto pies en polvorosa y ningún togado ha manifestado su lamento por tamaño soslayo de los tribunales. Corporativistas como pocos, los jueces callan, no se rebelan, no muestran su solidaridad con los ciudadanos perplejos.
No habrán de caer muchas lunas antes de que Henry Parot, otro angelito como el parlamentario batasuno, obtenga algún beneficio penitenciario obsequio de las leyes españolas y de la altruista y benéfica lectura que de ellas hacen Sus Señorías. Responsable de decenas de muertes y a quien se detuvo horas antes de que asolara Sevilla con una bomba que pretendía activar en pleno centro de la ciudad, Parot está condenado a más de mil años de cárcel de los que ya ha cumplido aproximadamente diez. ¿Cuántos le quedan entre rejas? Vaya usted a saber, pero, en cualquier caso, muchísimos menos que los que le restan de pesar a las familias de los que mató. Lean detenidamente el último y demoledor libro de José Díaz Herrera e Isabel Durán —«ETA. El Saqueo de Euskadi»— y asistirán a desoladoras descripciones de las muchas víctimas que tienen que convivir con los asesinos de sus familiares y soportar la mofa y el escarnio de quienes ya están libre y campantes por sus pueblos y homenajeados como auténticos héroes.
Debe admitirse que la elección directa de Jueces por la ciudadanía comporta el peligro de favorecer a aquellos que muestre posturas más conservadoras y más garantistas para con los votantes, no para con los delincuentes, a muchos de los cuales se les dificultaría el legítimo derecho a la reinserción. Algo así ocurre en los EEUU. Pero también se debe reconocer que ese autismo ciudadano de muchos togados no sería tan frecuente como resulta. Correríamos el peligro de que, en determinadas demarcaciones vascas, los electores favorecieran a aquellos candidatos que bogaran por la excarcelación inmediata de los asesinos, pero no perderíamos mucho en ello ya que los que actualmente desempeñan ese cometido manifiestan una tendencia no muy diferente. A un Juez se le podrían ped