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26 de julio de 2002

En el nombre de Alberto


«Murió el pasado viernes. Antes de hacerlo le dio tiempo a enloquecer a tres o cuatro enfermeras y a un buen puñado de pacientes médicos que hoy deben de estar lamentando su muerte tanto como yo»

Alberto González nació hace ochenta y ocho años en Cuevas del Almanzora, Almería, su pueblo y el mío, cuando aún quedaban los ecos de lo que fueron los prodigios de la plata. Su universo, como el de tantos, iba del Recreo a Villaricos y de la calle del Pilar, la suya, a la Rambla, donde moraba Paca, mujer de coraje y azúcar con la que casó y con la que emprendió camino hacia el norte, como todos, en busca del mañana. Maestro por la República, cuyo título exhibía con orgullo, siguió la senda de los que sentaron sus reales en la calle Fraternidad de Barcelona, en uno de cuyos pisos marcharon a vivir una legión de primos hermanos que compartían las fatigas y las ansias. No tuvo hijos. Su aparente tosquedad no era sino la brillantez desusada de la época, la ilustrada y roja presencia de su moral republicana, la digna respuesta a lo que consideraba una falta elemental de decencia política. Fascinante cascarrabias, brillante conversador, polemista incansable, Alberto González sumó tantos sobrinos hijos no tuvo y vio morir a su mujer tras un larga y anunciada agonía que no hizo sino acentuarle la sensación de que el mundo estaba mal repartido desde el primer día. Con  los años, dejó su trabajo de contable en unos almacenes del Paseo de Gracia, hizo las maletas con lo que le quedó después de prenderle fuego a sus recuerdos y volvió a la tierra, a la que se le escapaba por las fisuras de su acento de vocales abiertas. Conoció a Carmen y supo que el cielo le estaba cediendo a un ángel: él, de natural conquistador, de noble porte casi cinematográfico, sucumbió ante la posibilidad de que aquella mujer fuera el consuelo a muchos años de soledad. Veintidós años juntos han refrenado sus deseo.

Quien esto escribe ha sido un de sus sobrinos favoritos, de los que han seguido acudiendo a él por el simple placer de escuchar sus palabra encendida, sus ojos vivos, su permanente desacuerdo con la mediocridad. De pequeño me llegaba a visitarle en las tardes de horas lentas a aquel pequeño despacho en el que le ordenaba las cuentas a sus empleadores catalanes, que tanto le quisieron. Salía de su mano calle arriba y me deletreaba con su florido y culto lenguaje historias de nuestra tierra. Me inyectaba conciencia y me contaba picardías. De más mayor me llevaba a comer a un pequeño acudidero que aún trabaja el bacalao y las anchoas; hará pocos días volví buscando su sombra de olmo fresco y frondoso y me senté a su mesa, en su rincón, en su silla. Cada día de su vida bebió una botella de vino. Siempre  tinto. Decía que esa era la mejor garantía de su mala salud de hierro. Bebí por él. Levanté el vaso de la memoria, tan lleno de sus cosas, de las cosas de aquellos pioneros cuévanos que dejaron parte de su vida levantando Barcelona llanto a llanto, risa a risa. Murió el pasado viernes. Antes de hacerlo le dio tiempo a enloquecer a tres o cuatro enfermeras y aun buen puñado de pacientes médicos que hoy debe de estar lamentando su muerte tanto como yo. Y es que, entre bronca y bronca, dejaba escapar su media sonrisa irresistible, adorable, carnal y amorosa y ante ella conocí muy poca gente que se resistiera. Lloro hoy su marcha amargamente, como sólo se llora algo muy propio, muy íntimo, como sólo se lloran los fragmentos de la vida que se nos van. Dios le tenga en la Gloria y sepa tener paciencia cuando le increpe por las cosas que no funciona en el cielo. Mi tío Alberto siempre ha sido así. Por eso será eternamente inolvidable.

Yo sé que la actualidad es mucha, pero ante todo sentir. ¿cómo escribir hoy de otra cosas?


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