«Pujol, que es el padre putativo de Caroq, el que ha engordado deliberadamente al hijo tonto, llora ahora como progenitor lo que no supo prever como. presidente»
Queridos lectores, nuestra sección «Ya lo decía yo» podría incluir hoy un largo listado de artículos en los que se advertía claramente de la catadura del sinvergüenza de Carod-Rovira y se preveía todo lo que después, poco a poco, se ha ido sucediendo. Me produce un especial regocijo profético haber firmado un puñado de ellos --todos a su disposición, por supuesto-- y, a la par, siento un cierto desconsuelo por haber acertado en algo en lo que hubiera preferido errar. Me explico: cuando un abatido Jordi Pujol ha lamentado la caída espectacular del prestigio de la Generalitat en virtud de las mamarrachadas de Maragall y su conocido obrador de pasteles varios, otros tantos ciudadanos ligados a la realidad catalana durante algún periodo de nuestra vida hemos sentido el pequeño picor de la desazón. A nadie le conviene, evidentemente, que un pilar social de la realidad española como es la grey catalana se haya transformado en una narcotizada y obnubilada comunidad incapaz de reaccionar con aplomo ante atentados a la dignidad como el que ha supuesto la pretensión negociadora del tío del bigote. En virtud de un «seny» . que pesa como una losa sobre los hombros del proceder general, los catalanes han visto cómo la toma de decisiones en su albañal está forzosamente determinada por la necesidad de ser siempre diferentes, supuestamente moderados, supuestamente florentinos.
Y de eso nada, claro.
Pujol, que es el padre putativo de Carod, el que ha engordado deliberadamente al hijo tonto, llora ahora como progenitor lo que no supo prever como presidente. O si. Tal vez el mesiánico líder, con tanto «Sentido de Estado», en su ejecutoria como insisten machaconamente en recalcar sus apologetas voluntarios o involuntarios, abrigara secretamente el deseo de que las cosas acabaran así.
Los que decíamos que Carod-Rovira (Pérez Carod en la nueva terminología inaugurada ayer por el maestro César Alonso) no respondía a la foto fija distribuida por todos los memos de la prensa española, sabíamos que, antes o después, cantaría de pleno y de plano: una larga trayectoria de desatinos tenía que desembocar, inevitablemente, en la infamia final. Que el muchacho que tanto celebró que le telefoneara Ibarreche cuando «ganó» las elecciones catalanas viaje a Francia a pedirle a los asesinos de Hipercor o de Zaragoza que no le manchen la alfombra es el final de trayecto que rima definitivamente con sus precedentes.
De qué sorprenderse: el independentismo, el nacionalismo, son así. Y quien coquetea con ellos se convierte en el ciego que no quiere ver. Zapatero, Chaves, Iglesias, Antich y toda la basca no pueden ahora alegar desconocimiento ni desviar el tiro hacia las trincheras de la inteligencia del Estado. El CNI está para vigilar e informar, y lo grave de este asunto no radica en que los espías acabaran conociendo los pasos del chulo y los pistoleros --que vaya usted a saber cuál ha sido la fuente--, ni en que no fueran todos detenidos con el café a medio beber --¡qué maravilla de instantánea!--; la culpa no la tiene el Gobierno ni la madre abadesa de las clarisas ni el colegio de registradores de la propiedad: la culpa es de quien cierra los ojos y se acuesta con una pandilla de sandios y de insolidarios con tal de obtener el rápido orgasmo del poder. A todos ellos habría que otorgarles el prestigioso premio «Sabino Arana» con el que se distingue a los principales idiotas de nuestro país. Se lo merecen por cómplices y bobos, por encajar su proceder en la más absurdo de las «modernidades políticamente correctas», por darle alas a quien sólo las quiere usar para repartir la sangre a su conve