«Pujol ha escenificado el freudiano complejo nacionalista que asola el día a día de la política catalana: poco importa el origen, lo que ofende es que cualquier iniciativa de carácter colectivo y, por lo tanto, de inevitable carácter unificador, triunfe en Cataluña de la misma forma que lo hace en Murcia»
Estaba tardando mucho. Yo no lo acababa de entender, conociendo la irritabilidad del personaje en asuntos de esta incumbencia, pero esperaba con cierta ansia que llegara el día en que, por fin, se destapara la olla rancia en la que habitualmente se cocina el ideario nacionalista catalán. Afortunadamente, fiel a sus seguidores, Pujol no nos ha defraudado: han pasado unos cuantos meses pero, finalmente, le ha estallado la costura del traje y ha dejado escapar su indisimulable malestar por el éxito en Cataluña de un programa marcadamente español. O de sentido claramente unificador en lo español. En esos temas es donde se descompone. Tantísimos años de trabajo para educar al buen catalán, al que durante las veinticuatro horas del día debe ejercitar su músculo catalanista, al que debe mirar con recelo todo lo que venga de la España siempre imperial y trasnochada, al que debe diferenciarse a diario de lo que cuelga Ebro abajo, para que vengan ahora unos cuantos zagales de origen vario a unificar en aplausos, ilusiones, ansias, emociones a los catalanes con el resto del colectivo patrio. Mal asunto. Lo que ciertamente me extrañaba era tanta tardanza.
Conociendo el paño, no podían pasar muchos días más antes de que el siempre «moderador» dirigente catalán acusara a su propia población de la colaboracionista con el enemigo: que unos jovenzuelos andaluces, canarios, mallorquines (y catalanes: una de ellos pertenece a esa extracción, con lo que yo, muchacha, andaría con pies de plomo por estar donde el máximo jefe no cree que debieras estar), entrecrucen de pasiones el país entero o impliquen a catalanes en las mismas cuitas que a los demás resulta desolador para quien ha hecho de la indolencia con «el resto del Estado» una señal invariable de conducta. Para más escozor, el programa está realizado en Cataluña y por catalanes, dirigido por catalanes, musicado por catalanes y cobrado por catalanes, aspectos estos que podrían incurrir en contrasentido pero que en la esquizofrenia política nacionalista no significan desequilibrio argumental alguno. Si lo hacen catalanes, allá ellos, que lo ganen bien y que dejen los «dinerets» aquí, pero que todos aquellos que lo vean sepan que están traicionando el espíritu de catalanización constante al que debe someterse el buen nativo.
Aun así, no habrán de pasar muchas horas para que aparezcan alguien vestido de bombero (si no ha aparecido ya) y trate de «puntualizar» lo que el president ha querido decir en la entrevista que mantenía con mi amigo Justo a través de sus emisoras en castellano. Dirá lo que quiera, pero difícilmente podrá arreglar la metedura de pata del indignado Pujol: parece poco oportuno llamar españolistas rancios a los cientos de miles, millones de personas que en su comunidad han seguido ese programa hasta el hartazgo. Podría puntualizar que Pujol se ha querido referir a lo poco afortunada celebración del séptimo puesto de la cantante Rosa en el festival de Eurovisión o que, simplemente, lamentaba la contumaz machaconería de TVE exprimiendo la fórmula hasta la náusea final, pero difícilmente convencería a quienes conocen sus tics. Pujol ha escenificado, sencillamente, el freudiano complejo nacionalista que asola el día a día de la política catalana: poco importa el origen, lo que ofende es que cualquier iniciativa de carácter colectivo y, por lo tanto, de inevitable carácter unificador —bien sea la selección de fútbol, bien un programa televisivo—, triunfe en Cataluña de la misma forma que lo hace en Murcia o en Canarias ya que eso quiere decir que los catalanes tienen suficientes puntos en común con los demás integrantes de esta fiesta hispana como para establecer líneas horizontales de identificación. Eso escuece mucho, máxime cuando, como todos sabemos, a excepción de los buenos vascos, sus buenos dirigentes, y, sobre todo, sus buenos obispos, los demás tienen menos Dios en el plan.
Ya me estaba extrañando a mí tanta tardanza.