«La inmigración, con todo y ser un bien necesario, corre peligro de desbordar las estructuras sociales y económicas de los países acogedores y obliga a sus representantes a regular el fenómeno sino quieren que las calles se transformen en un laboratorio gigantesco previo a una explosión»
Finalizaba la anterior legislatura y el Gobierno del PP, por entonces con mayoría chunga, presentaba a las Cámaras el correspondiente borrador de una ley llamada a ser trascendental —elaborada por los peores ponentes de todo el Congreso— y que nacía de la urgencia evidente por organizar y optimizar las avalanchas inmigratorias que se vivían en España y en el resto de la Unión. Imagino que no es menester referirles todos los avatares de aquella negociación: recuerden, si acaso, que el Partido Socialista que dirigía. Joaquín Almunia se opuso frontalmente a que el Gobierno retocase ni un solo detalle de aquel desastre de ley que, entre otras cosas, podía hasta constarnos un revolcón europeo dejándonos fuera de los acuerdos de apertura de fronteras. La ley era tan disparatada, tan irreal, tan de oenegé asambleria, que hizo poner el grito en el cielo a quienes estaban encargados de cuidar de los más elementales intereses nacionales. Cuando fue reformada y sometida a votación, el Gobierno se quedó sólo: sus amigos y socios canarios no quisieron comprometerse antes de las elecciones con una ley que no fuera impecablemente “progre» y las nacionalistas catalanes hicieron de ellos mismos, es decir, un “si es no es sino todo lo contrario sin que parezca nada y nos llevemos algo», votando una cosa en el Senado, otra en el Congreso y otra en su conciencia, si es que la tienen y no son sólo un puñado de intereses mercantiles.
La realidad ha hecho que aquella ley, incompleta y tímida, se haya quedado pequeña a los pocos años. La inmigración, con todo y ser un bien necesario, corre peligro de desbordar las estructuras sociales y económica de los países acogedores y obliga a sus representantes a regular el fenómeno si no quieren que las calles se transformen en un laboratorio gigantesco previo a una explosión. Es algo que, cuatro años después, entiende todo el mundo, hasta el PSOE, que, tal como hizo en el caso de la OTAN, ha caído del cabello y ni siquiera ha abierto la boca cuando el presidente Aznar ha comentado su intención de retocar de nuevo la ley de extranjería para endurecer algunos de sus aspectos restrictivos. Por no abrirla, no la ha abierto ni Pujo, preocupado ahora de que Cataluña comparta soberanía no se sabe bien con quién. Ni siquiera el escocido Carod–Rovira, el amigo catalán de Batasuna, se acuerda ahora de aquellos días de solidaridad con los inmigrantes peripatéticos que albergaban sus ansias en diferentes iglesias de Barcelona para los que pedía papeles y regularización inmediata: ha bastado con que un Imán no haya querido hablar en catalán con una alcaldesa para que toda la ira xenófoba que desató el irracional y momificado Heribert Barrera la haga suya. El líder musulmán en cuestión —para el que se pide la expulsión de Cataluña sin saber que vive tan ricamente en Holanda— será el ejemplo simbólico de lo que le ocurrirá a aquellos que no respeten el “marco de convivencia» —como se dice en cursi— del lugar al que acudan. Es decir: usted puede venir, siempre que respete las reglas del juego de la sociedad que acoge, su cultura de referencia, sus normas de convivencia y siempre, además, que lo haga reglamentariamente, con papeles; caso contrario lo expulsaremos del paraíso. Aquí de multiculturalismo, nada de nada. Y mucho menos si, encima, dice usted que no habla catalán. Pues eso no lo decían hace cuatro años, caramba. Sin ir más lejos: por elaborar una teoría semejante hace un par de meses crucificaron sin piedad a Mikel Azurmendi. ¡Cómo cambia la gente!
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