«Lo que nos debe ocupar a todos es debatir qué pudo pasar para que un número indeterminado de jóvenes escogiera la vía rápida y sintética de la excitación —después de haber dicho en casa, tal vez, que no iban a donde iban— tal como vienen haciendo velada tras velada»
Pocas conclusiones esperanzadoras son las que permanecen después de estos días de agitación y revuelo en los que asistimos perplejos a un escenario que conocemos bien pero que queremos ignorar. Tal vez lo único que alimente la esperanza sea haber reconocido el problema en voz alta: ya confesamos que no hemos sabido educar a un par de generaciones. Algo es algo. Los lamentables hechos de Málaga, con dos muertos —ayer se supone una muerte más en Sevilla presumiblemente por la misma causa— y varios intoxicados, nos muestran la realidad de un fracaso elemental… tal vez no funcionara la educación autoritaria, pero, indudablemente, mucho menos la ha hecho la permisiva. Nacidos en el centro de un vigoroso autoritarismo familiar y social, muchos padres de los hoy jóvenes y adolescentes han caído presos de determinados complejos y han cedido parcelas de terreno en las que la potestad y jerarquía han quedado reducidas a mínima expresión. Los padres han querido ser amigos de sus hijos y, a fuerza de ello, han olvidado ser padres, tanto que resulta difícilmente concebible la laxitud con la que muchos progenitores han abordado las incipientes libertades de sus vástagos: muchachas de doce años bailaban a las tres de la mañana en la famosa fiesta de Málaga —quién sabe si excitadas artificialmente— se supone que con todos los plácemes paternos. Ante casos así sólo puede deducirse que al desentendimiento de unos cuantos progenitores hay que sumar el envalentonamiento un tanto tiránico de algunos jóvenes que ha apocado aún más a esos padres que prefieren no seguir sangrando una relación difícil y que acaban mirando hacia el lado contrario; con ello se va aparcando el problema y se espera pacientemente a que la fiera crezca y se independice. No debemos empecinarnos en el engaño: el problema no estriba en que en ese pabellón malagueño se agolpara el doble del aforo, o que la música sanase por encima del límite tolerable, o que el número de policías fuese menor de lo aconsejable, o que los sellos de petición del permiso llevasen tal o cual nombre; no, no es eso lo principal. Creer que asuntos meramente administrativos son el núcleo de la cuestión es brindar importancia a un aspecto absolutamente tangencia del problema: lo que nos debe ocupar a todos es debatir qué pudo pasar para que un número indeterminado de jóvenes escogiera la vía rápida y sintética de la excitación —después de haber dicho en casa, tal vez, que no iban a donde iban— tal como vienen haciendo velada tras veladas. Las generaciones paternas de estos hiperactivos y encendidos muchachos son las mismas que establecieron doble lectura con el mundo de las drogas: culturalmente, muchos de ellos, han sido actores de esa permanente Isla de Wight en la que se vivió durante un puñado de años y culturalmente climentaron el dramático error que nos ha traído hasta aquí. Me consta que nos es decididamente popular lo que escribo, pero me malicio que es así. Este descarrilamiento de las más elementales dignidades se produce después de errores dramáticos en la ingeniería familiar y social; ello nos lleva a ser todos víctimas potenciales, no sólo aquellos que dejan desestructurar su núcleo primigenio, sino también los que pelean a diario por establecer pautas equilibradas. Los padres de estos muchachos fallecidos son hombres buenos, trabajadores, que han conseguido educar a sus hijos de forma aparentemente sana y que tenían a estos por deportistas, sinceros y estudiosos. Sin embargo, ha pasado lo que ha pasado, lo que demuestra que ninguno está a salvo del golpe: mañana cualquiera de nuestros hijos puede ser víctima de nosotros m
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