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5 de julio de 2002

AENA y el catalán


Vamos a negociar como cierta una premisa de partida: todos los partidos políticos sufren una cuota inevitable de arrogancia con la que nos obligan a malvivir y de la que ninguno ha conseguido desprenderse desde que la memoria nos es útil. La sufren quienes gobiernan y la padecen quienes aspiran a gobernar, sea aquí, sea allá. Cuando Felipe González gobernaba, la soberbia altivez con la que despachaba al más común de los mortales borró el encanto que, al decir de muchos, tenía cuando era un júnior de la política y de la esperanza; algo parecido le ocurrió a Alfonso Guerra, el cual, a diferencia del anterior, sí tenía gracia y encanto: hubieron de consumirse muchos días después de que dejara el poder para recuperar su indudable gancho personal (mi drama, ya se lo he dicho muchas veces, es ser guerrista). José María Aznar, conocido por su singular gracejo, ha redoblado sus esfuerzos por parecer aún más distante de lo que la biología le ha hecho y ha acabado labrándose una ebúrnea imagen (por lo marmórea) de engreído y suficiente que en nada ayuda a una despedida placentera. Ni que decir tiene que, en algunos casos, esa arrogancia se hace especialmente sangrante: piensen, sin ir más lejos, en cualquier político de corte nacionalista o en ese monumento a la displicencia cruel que es Javier Arzallus. El poder actúa en ellos como un enzima catalizador de las peores reacciones químicas.

Viene esto a cuento por la monumental destreza que se muestra en ocasiones para crear problemas donde no los hay y la no menos enorme torpeza para no rectificar a tiempo que, en virtud de esa arrogancia, despliegan los gestores públicos. Sin ir más lejos: los directivos de AENA, el elemento gestor de los aeropuertos españoles, han considerado oportuno retirar los anuncios y llamadas en catalán que se emiten a través de la megafonía del aeropuerto del Prat de Barcelona en virtud de «la elevada contaminación acústica que sufre el recinto», lo que es más o menos equivalente a decir que la catalana es una lengua contaminante de la que hay que prescindir para hacer más soportable el aguardo. Como era de esperar, un anuncio de este jaez ha ocasionado más de un disgusto en una comunidad que tiene la sanísima y natural costumbre de utilizar su lengua propia en su vida diaria. Al que se le haya ocurrido semejante tontería venga Dios y lo retire de la ventanilla, ya que no es previsible que vaya a retirarlo la autoridad competente, arrogante de por sí. Curiosamente, el aeropuerto barcelonés ha sido un ejemplo de imaginación y equilibrio en el uso rotulado de las lenguas, ya que los letreros están escritos en catalán, español o castellano -como prefieran-, e inglés: los dos últimos resaltan en color preferente y el primero, el catalán, encabeza cada cartel. Es una solución parecida a la que se dio al reparto de una película de folclóricas en la que la disputa por encabezar el mismo podía llevar a más de una situación comprometida: los nombres de Lola Flores, Paca Rico y Carmen Sevilla fueron escritos en aspa y asunto concluido. No se entiende, pues, cómo algunos gestores públicos han creído acertar cuando toman medidas creyendo que una interminable fila de viajeros se tapa los oídos desesperadamente al escuchar un anuncio de retraso o cambio de puerta en el idioma que acaban de escuchar en la calle. ¿De veras creen que la exasperación del viajero llega a tanto? ¿Es ese, ciertamente, el principal problema del aeropuerto del Prat? ¿Es así como piensa el PP progresar políticamente en Cataluña?

A la arrogancia política de quienes mandan, la supera, en ocasiones, la de quien manda por delegación. No tienen remedio. Próxima salida por puerta dos vuelo popular destino a la minoría.


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