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18 de julio de 2003

Azúúúcar


«Fidel dictó que todos los cubanos en el exterior debía regresar y Celia no lo hizo: desde entonces, le fue prohibida la entrada al paraíso y ni siquiera pudo volver par enterrar a sus padres».

A la hora de redactar este suelto aún no se ha conocido la reacción oficial del aparato mediático y musical cubano, el oficial, el de Fidel, ante la muerte de la artista más universal nacida en aquellas tierras antillanas a lo largo del siglo anterior. Es una incógnita, pero conociendo el paño me atrevo a aventurar que muy pocas palabras de condolencia surgirán de un régimen que llegó a ignorar su nombre en una enciclopedia de la música cubana que elaboró hace ya unos cuantos años. Celia Cruz, sencillamente, no existía. Importaba poco que hubiera recorrido el mundo varias veces con los sones matanceros de un compás nacido al calor húmedo de La Haban y sus andurriales: Celia no podía existir porque en 1960 se fue para no volver y porque de forma tozudamente contrarrevolucionaria disentía de las medidas políticas de Castro para hacer de la isla el paraíso que ahora es. He tenido tiempo de leer, si acaso, unas palabras del perfecto canalla de Silvio Rodríguez, inspirado y triste creador de algunas baladas estimables: en ellas, el delicado y revolucionario poeta que justifica los fusilamientos de Castro como «una manera de defender los logros de la Revolución» ha solucionado el envite afirmando que ahora Celia y Compay —del que ayer publicaba en ABC un fascinante retrato Félix Machuca— andarán cantando juntos en la otra vida y bla bla bla. Pero aún no he sabido lo que dicen las diferentes asociaciones pesebreras de los artistas oficiales del régimen; no sé lo que dice Abel Prieto, si es que todavía mangonea por ahí, ni lo que dice Pablo Milanés, ni lo que dice lo que queda de Armando Hart, ni lo que dicen ninguno de los que elevan a los altares el estupendo Nicolás Guillén y, a la par, hunden en el silencio al monumental Lezama Lima. Por no saber, ni siquiera sé lo que dirá Saramago, ahora que se acaba de caer del caballo después de haber visto la luz. Tal vez esbocen un significativo silencio o, como mucho, lamenten con la boca pequeña su desaparición pasando pronto a otra cosa. Pero poco más.

Durante años, los partidarios más inasequibles del tiranosaurio cubano han venido practicando esa forma de ignorar a los disidentes culturales tan propia de las dictaduras sovietizadas. Para los Llamazares y otros dogmáticos, los nombres de Severo Sarduy, de Reynaldo Arenas, de Cabrera Infante, de Eliseo Alberto, no digamos de Heberto Padilla, de Calvert Casey, del recién huido Norberto Fuentes —autor de uno de los libros más deslumbrantemente escritos acerca de aquel carajal: «Dulces Guerreros Cubanos»—, de Virgilio Piñera y de tantas otras víctimas de la intolerancia de las dictaduras de izquierda, no son más que nombres de gusanos a los que ni el pan ni la sal les deben ser dados. Para ellos, para los que aún quedan acurrucados en la rigidez acomplejada de una ideología muerta e inútil, el nombre de Celia Cruz merecería estar entre los de quienes traicionaron la bravura histórica de aquellos barbudo que siguen sin cortarse un pelo. Cuando triunfó la Revolución, Celia andaba de gira fuera de la isla, ganaba muchos dólares y tenía varios contratos firmados pendientes de cumplir. Fidel dictó que todos los cubanos en el exterior debían regresar y Celia no lo hizo: desde entonces, le fue prohibida la entrada al paraíso y ni siquiera pudo volver para enterrar a sus padres. Queda un hermano suyo, «Barbarito», viviendo en La Haban, pero nadie más.

Aunque parezca mentira, tantos años después, tantos tiros dados —y, por lo visto, los que quedan por dar—, no han cerrado el paso a la intransigencia. Los españoles, que tanto sabemos de maniqueísmos, veremos que tal reaccionan nuestros artistas más


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