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14 de diciembre de 2002

Camisa blanca de mi esperanza


Puede que nunca más vuelvan a criarse erizos en La Coruña. Hace diez años el “Mar Egeo” se los llevó al olvido como el “Prestige” se ha llevado al percebe a la remota frontera de la memoria. Puede que los percebeiros y mariscadores de Galicia tarden años en recuperarse del golpe negro de negro crudo. Puede que las ayudas se repartan de forma incontrolada, a manotazos, sin método. Puede que nadie bañe su cuerpo valiente en las playas con negros sarampiones cualquiera de estos veranos. Puede que, efectivamente, esto dure algo más de los treinta meses aventurados por algunos expertos y que una y otra vez Penélope se persone cada amanecida a anunciar la nueva marcha sobre la vieja arena. Pero también puede que no, que tanta apocalipsis no se acierta, que las culebras de fuel que pierde el barco sean absorbidas por otros barcos; que el mar, la lluvia y los hombres acaben limpiando las rocas y acantilados; que prendan de nuevo los cirrópodos y que la cadena vuelva a echar a andar... No sé.


Habiendo visto la disposición de los hombres y mujeres de la Costa de la Muerte uno piensa que siempre queda lugar para la Esperanza: Muxía, Malpica, Finisterre, han sentido la reconfortante sensación de no saberse solos, de verse rodeados por centenares de jóvenes –y no tan jóvenes- venidos de todos los confines de este Estado Civil al que, inevitablemente, habremos de llamar Nación. Puede que los políticos continúen danzando como el que bailotea solo en una pista de baile sin saber que ya han cambiado a lentos. Puede que Aznar, sobrado de soberbia, se empecine en los errores de autismo que le van a costar el crédito político. Puede que Zapatero cambie tres veces más de discurso y de estrategia y siga con su tono afectado y sus deslealtades clásicas. Puede que Beiras se encanalle aún más y anuncie otras muertes y otras barbaridades salgan de su boca como si tal cosa (puede que este par de días en Galicia me haya inoculado el virus del “puede”). Por poder, todo es posible.


Y puede, asimismo, que la sociedad civil le haya tomado la delantera a la comunidad política. Debería esa comunidad tomar nota de la realidad nacional que se enconde tras las idas y venidas de jóvenes camino de una playa sucia o de un acantilado con guasa petrolera. Lo que se percibe ahí no es un sencillo y generoso canto  solidario con determinados colectivos. Hay algo más y ese algo más debería preocupar seriamente a quienes hacen de las fronteritas y los jueguecitos de nacioncitas su razón de existir. Si Guadalajara se moviliza, si lo hace  Andalucía, o si lo hacen los barrios periféricos de Madrid es porque hay en Galicia algo más que el parentesco lejano de pueblos “de relación fraternal”. Los voluntarios  que dejan sus casas y sus quehaceres no se van a Alemania o a Ucrania: están yendo a su propio país, sienten Galicia como un paraíso interior, y, tal vez sin pretenderlo o sin saberlo, estén escribiendo lecciones de independencia.

Mientras algunos dogmas políticos insisten hasta la náusea en establecer límites culturales y nacionales, la ciudadanía juega su propio partido de espaldas a la consigna de la que llevan viviendo algunos desde hace muchos años. Quisiera saber explicarlo mejor; quisiera, incluso, que alguien se detuviera mínimamente a elaborar conclusiones sociopolíticas tras el aluvión espectacular de españoles por la misma España. Esa identificación del drama gallego como algo propio por parte de gente educada en la pulverización nos enseña que el sentimiento de Nación, de colectivo, es mucho más sólido de lo que los desesperanzados presumían. Puede que me equivoque, pero bajo los monos sucios de los que gavillan el crudo creo encontrar la camisa blanca de la esperanza con la que el poeta cotejó a España.


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