Se fueron por la puerta de atrás y con lo puesto. Algunos volvieron al cabo, pero muchos no. Hicieron de la necesidad virtud y acomodaron sus huesos a otros climas, a otros acentos, a distintas costumbres. Parieron hijos en la aterida noche de la distancia y los criaron en la conciencia lejana de la pertenencia a un país inconcebible y olvidadizo. A pasar de ello, jamás se alimentó el rencor en su seno, jamás negaron la paternidad de la tierra, jamás ensuciaron el nombre de España. Hombres, mujeres y niños con el hatillo al hombro cruzaron la línea del frío hacia ninguna parte escapando de lo que se preveía una larga noche de desencuentros. Tal vez muchos de ellos pudieran haberse quedado sin que nada llegara a ocurrirles, pero la cosa no estaba para adivinanzas ni los presagios eran precisamente esperanzadores. Francia, Argentina, México, Rusia...
Algunos salieron de una guerra para meterse en otra, de un campo de concentración para entrar en otro infinitamente peor: los hubo que escaparon de milagro a la victoria del ejército de Franco y que, al poco, conocieron la incandescente tortura de los nazis, cuando no la represiva irrealidad de los comunistas soviéticos. Lázaro Cárdenas rescató para México a cuantos pudo (¿quién dirá que México, tan contradictorio, no quiere a España?) y les dio acomodo y pasaporte: más tarde comprobó cuán rentable intelectualmente llegó a ser aquella masa de cerebros españoles instalados en su suelo.
Pasaron los años, las vanas esperanzas de volver. Algunos lo hicieron tímidamente antes de que la dictadura cediese biológicamente, pero ya eran doblemente exiliados: de su primera cuna de la que marcharon y de su segunda casa, en la que dejaron amigos, complicidades, costumbres adquiridas, hijos, nietos. Otros, un buen puñado de ellos, tomaron el camino de vuelta una vez asegurada la democracia en España... pero ya nada podía ser igual: ¿quién les devolvía los años de ausencia?.
Alfonso Guerra acaba de auspiciar un monumento literario y fílmico a los miles de españoles exiliados tras los años de guerra civil. La conmemoración es un éxito –queda por ver el documental televisivo, pero adivino equilibrio y afecto-- y un acto retardado de justicia: prima el testimonio humano, la aventura solitaria o común de hombres y mujeres que siguieron amando a España sin caer en las vacilaciones absurdas que han experimentado algunas generaciones posteriores a los que se quedaron. Ellos, los que dejaron tierra y paisaje, no albergaron en su seno –con las elementales excepciones— extrañas fiebres revolucionarias ni encendidas proclamas de sangre y odio: curiosamente mostraron mucha más moderación que aquellos que realizaron la oposición desde dentro.
Los exiliados hablaban de España sin complejos y abrazaron la Constitución del 78 como el bálsamo político y social que exigía su conciencia. En el interior, preocupados como estaban en otros menesteres, se fue olvidando lánguidamente la aventura de los que se marcharon y no se acababa de entender que aquellos otros no dejaban de ser aficionados a la zarzuela que leían a Lorca y animaban al Real Madrid (sic).
Muchos de ellos han muerto ya. Cuando partieron tan sólo les quedaba media vida por vivir. Los que quedan son viejos (¿a dónde van a volver?) y tienen la sensata sensación de que en su propia nación se ha olvidado su aventura. Los perdedores que se quedaron en el fatigoso exilio interior saben también del sinsabor, pero ellos, al menos, quedaron con el aquietamiento de sus cielos conocidos, la costumbre de su habla, la turgente memoria de los suyos y el olor cercano de las cosas. Los que pisaron la nieve sucia de las fronteras tuvieron que recrearlo todo en pequeños paraísos imaginados. Merecen el respeto de un recuerdo. Amar a España tanto y de tal manera no siempre ha resultado una tare