En torno al asunto, al único asunto que ocupa la política española desde que el desgraciado de Carod se marchó de excursión a Perpiñán, pueden empezar a dibujarse en el horizonte algunas conclusiones. Una de ellas es la conclusión inevitable a la que se llega cuando la izquierda juega a ser políticamente correcta y a no dejarse arrebatar ningún escenario de teórico “progreso”, bien sea manifestación antiglobal o revidincación nacionalista: definitivamente la caga. La necesidad de ocupar un espacio ideológico masacrado por la realidad europea de los últimos decenios ha llevado a la izquierda a asumir todo lo que, en buena ley, no había asumido antes, dejando a la derecha, al liberalismo, con las manos libres para modernizar y sanear un discurso que venía tocado por la confusión de espacios que dejó de regalo la dictadura. La derecha española ha construido un más que respetable proyecto político y social que ha llevado al país, guste o no, a un razonable progreso mientras que la izquierda ha pasado los últimos años buscando la pose y estirándose la chaqueta para salir enhiesta en la foto que retrata los lugares comunes: “diálogo”, “pluralismo”, “progresismo”, etc., tan vacíos de contenido en razón de su manoseo. Mientras ha gobernado, la izquierda española no ha dejado de mirar de reojo a sus nuevos compañeros de viaje, los nacionalistas, y no ha querido comprender que todo coqueteo con sus principios es un acercamiento colaboracionista a sus finales: todo partido esencialista, de carácter intestinalmente nacionalista, se convierte en un virus que saprofita a su socio. Aznar se libró de ello gracias a su mayoría absoluta en el 2000 y a que simplemente compartía un pasaje en cubierta, pero otros prefieren, en virtud de vaya a saber qué, mantener el puente permanentemente tendido creyendo que serán los del extremo opuesto los que cruzarán hacia aquí, cuando se ha visto que suele ocurrir al revés: los de este lado se sienten atraídos por el sugerente canto de la sirena oculta y cruzan el viaducto un tanto narcotizados. Una vez perdido ese poder que creen asumir como delegación inevitable del pueblo, los políticos de la izquierda viven en la desorientación más absurda y buscan en los rincones de las ideologías hasta que encuentran detalles con los que adornar la suya. Eso ha pasado en España y se ha visto claramente reflejado en el ascenso y posterior caída de un sujeto como Carod. A Carod lo ha creado Jordi Pujol, máximo responsable de la sensación de desafecto por lo catalán, y la izquierda boba que le ha reído las gracias, que le ha tendido los puentes. Ahora, cuando el muchacho muestra lo que en verdad es, un imbécil de libro, no saben qué hacer con él: ZetaPé querría ahogarlo, Maragall se calla como una puerta y paga una página llena de recursos fáciles en la prensa, Bono e Ibarra quieren que desaparezca y Chaves no tiene ni idea, como siempre. Creer que “el par de folios de ETA”, como definía ayer un editorialista independiente de la mañana, es el principal responsable de esta crisis --cosa que viene a ser como definir a una bomba con la expresión “una simple olla llena de plástico”--, es quedarse en las hojas del rábano. Nadie dudaría de Maragall o de ZetaPé si en su imaginario personal figurase una sola idea sólida y no un conjunto de vaporosas iniciativas dialécticas y oportunistas. Nadie se preguntaría cómo es posible que, desde la izquierda necesaria e imprescindible, se alimente a un sujeto lleno de estulticia si desde tiempo atrás se evidenciara un concepto de estructura de Estado más verosímil que el que mantienen. La izquierda le ha dejado la Nación a la derecha porque le quemaba en las manos y ahora se encuentra con éstas vacías.
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