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13 de septiembre de 2002

Dos torres en Basque Country


Ayer dediqué buena parte de la tarde a charlar con María Cevallos. Es dominicana, lleva cerca de veinte años en Nueva York y trabajaba en la Torres Gemelas como señora de los lavabos de una importante firma financiera. El día de autos vio morir a cuatro de sus más íntimas amigas y salvó la vida gracias a la acción valiente de uno de los abogados del despacho que tiró de ella entre una salvaje lluvia de cascotes. Hoy María, enferma de depresión y con varias fracturas de difícil arreglo, sobrevive en una densa noche de llantos y desespero. Gloria Cantos, a su vez, es la madre de Yolanda, una joven y prometedora economista que pereció como consecuencia del primer impacto y a causa de su formalísimo sentido de la puntualidad: unos minutos de retraso, simplemente unos minutos, le habrían salvado la vida. Las lágrimas de Gloria, ayer mismo charlando con este cronista en un café del Downtown, no tenían consuelo. Arturo Griffith, ascensorista de la Torre Sur, consiguió salir de la misma dos minutos antes de su derrumbe, y pasó más de treinta horas sin saber de la suerte de su esposa, también empleada de las Gemelas, que finalmente salvó la vida. Tiene una cadera quebrada y quemaduras en el rostro. Los tres, simples ejemplos de los muchos dramas inherentes a la salvajada del 11 de septiembre, no tienen ni idea de dónde está Berantevilla, y si lo supieran, dudo mucho de que sintieran el más mínimo afecto por una plaza o pueblo que se permite la estupidez, cuando no la cabronada, de anunciar sus fiestas haciendo una gracia sobre la tragedia de Nueva York. El cartel de la «Beranturiko Jaiak» remeda a una avioneta estrellándose, ante la mirada de una bombero, contra las dos torres de su parroquia. A decir de la animal de la alcaldesa (cómo no, del PNV) el cartel debía ser «algo que impactara». Indudablemente, lo ha conseguido, y, siendo fiel a la trayectoria de su partido para con las víctimas del terrorismo, ha logrado también ignorar y mofarse del sufrimiento ajeno para mayor solaz de sus lugareños, los cuales habrán gozado de unas fiestas estupendas mientras que las personas que fueron heridas por la tragedia siguen recomponiendo sus vidas a más de diez mil kilómetros de distancia. No se le puede pedir a obtusos como esta alcaldesa que tengan un mínimo de delicadeza con seres humanos de latitud tan distante si no la tienen con convecinos suyos amenazados por el terror. Milagros, los justos. Ignoro qué pensará el estólido Cenarrussa (si es que se escribe así el nombre del político de Idaho) cuando compruebe que el partido de sus amores aprovecha una desgracia colectiva de esa envergadura para anunciar sus borracheras.

A pocos puede sorprender que sensibilidades tan localizadas en el terruño y tan poco extendidas a causas globales o ajenas cometan canalladas de este estilo. Carod-Rovira, al fin y al cabo, envuelto como buen cobarde en la bandera para defenderse de quienes le acusan, también localizó un mapa del terror que alcanzaba exclusivamente sus predios. A Maragall, su amigo del alma, eso le parece cosa de poca importancia y a Duran Lleida, una forma de ayudar al PP. A los Ibarreches, por lo tanto (y que esta vez no me corrijan y me lo cambien por «tx») y a los Eguíbares les habrá hecho mucha gracia el cartelito. A María, a Gloria y a Arturo, que de haber leído alguna vez las crónica de Emma Daly en el New York Times creerán que aquel es un país incompleto que lucha por sus derechos de supervivencia (despierta, mona, despierta), les sorprenderá mucho saber que hay quien se ríe de su depresión y de su pena. Y lo harán porque se lo pienso contar esta misma mañana.
 


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