Estoy empezando a sospechar que Sadam Husein está despertando algo más que solidaridad entre los muchos activistas por la paz que han viajado -o van a viajar- a los rincones de Bagdad en los que suponen acertadamente que van a caer los primeros leñazos norteamericanos así que comiencen las incursiones militares. Queda, teóricamente, poco para que comience a describirse médicamente el «Síndrome Sadam» (SS), que consistiría en acabar experimentando una indescriptible simpatía por el bestia iraquí en contraposición al odio manifiesto, expresado con furia, que se siente por el «amigo» americano.
De hecho, los brigadistas que tomaron la Embajada española y que desplegaron una pancarta en la que se podía leer su oposición a la participación del «estado español» en la futura guerra, se resistían a emitir la más mínima crítica contra la política dictatorial y criminal del muchacho del bigote, asegurando que la suya es «una política de estabilidad».
Chúpate esa. Los brigadistas -nombre sorprendente y paradójicamente bélico- insisten de forma contumaz en elaborar una y otra vez la teoría de que la coalición internacional no buscaría otra cosa que arrasar Irak para hacerse con el petróleo y para gobernar la región desde una administración manejada por un procónsul. El SS, como vemos, impide a algunos de los bienintencionados pacifistas aplicar un cierto rigor en los análisis y les empuja a emitir razonamientos más propios de pancarta de protesta que de observadores imparciales.
Al igual que ellos, muchos de los que legítimamente exhiben el «No a la Guerra» dirigen su acción exclusivamente a culpar a los EE.UU. de todos los males de este mundo, incluso de los que aún no han ocurrido, y resultan incapaces de equilibrar su postura con, siquiera, una mínima reprobación de la larga ejecutoria de barbaridades del amigo iraquí. Lo estamos viendo aquí mismo -no hace falta irse a Bagdad, donde una comprensible empatía con los ciudadanos inocentes puede volcar los diagnósticos- con muchos de los activistas más radicales contra la guerra: no hace muchos días conocía de la inquietud de un miembro de IU por lo que él mismo definía como Síndrome Sadam y que se trataba de la simpatía explícita que empezaba a despertar el líder iraquí entre algunos de sus correligionarios, el cual no sería más que una víctima de la feroz voracidad yanqui por el petróleo y ni mucho menos el dictador sangriento que la propaganda capitalista estaba pretendiendo que creyéramos. El próximo paso puede ser manifestar abiertamente esa simpatía encerrada y ahí, manifestaba el confidente, se llegaría a un punto de difícil retorno.
El síndrome en cuestión no es nuevo, con todo. Es tan viejo como el recelo perpetuo que ha despertado un país como el norteamericano desde el primer tercio de siglo. Poco importa que los gringos hayan asistido a la «experiencia democrática europea» con la exposición y sacrificio de muchas de sus vidas, ya que pesará más la zorrera de la mala noche de la guerra fría que cualquiera de los servicios prestados. Cayó el muro y, con él, el sueño incompleto de una izquierda radical que aún no ha encontrado repuesto a sus barricadas: la ocasión la pintan calva para echarle el diente al hueso americano.
Una guerra supuestamente enmascarada en intereses capitalistas es demasiado premio para aquellos que han tenido que esperar un puñado de años encaramados a la azotea. Los mismos que callaron absolutamente cuando la preagónica Unión Soviética invadía Afganistán son los que ahora empiezan a padecer el peligroso síndrome de simpatías inexplicables.
No soy quien para aconsejar nada, pero me atrevería a exhortarles a sacudirse esa inelegante sintomatología: muchos de los que honradamente están disconformes<