El barranco de El Jaroso, en la Sierra de Almagrera, fue la España seca que luego se mojó y más tarde, en la desgracia de la nada, volvió a ser seca. De la desolación de las tierras rebañadas surgió el éxodo. Y del éxodo, el renacimiento; lejos, muy lejos, los hijos de la plata renovaron el epitelio de la lengua y las costumbres y acabaron por mudarles la piel a sus descendientes. Sabiendo que los pasados gloriosos juegan, habitualmente, al escondite entre los mitos y leyendas, los que quedaron crecieron con la melancolía de un tiempo espléndido en el que un minero podía recoger el argento simplemente con doblar su espalda sobre la tierra prodigiosa --cosa que tal vez jamás ocurriera así pero que resultaba reconfortante de imaginar-- y dedicaron su empeño a sembrar de arrugas sus arrugas mientras se fumaban la tarde y miraban a la lejanía ocultando con la visera de su mano la venganza diaria del sol. Ahora, después que los años hayan pasado como el que descorre una cortina o barre del suelo un puñado de hojas secas, una de aquellas piedras duras se ha convertido en el escalón de enlace entre Marte y el agua. La Almería de las soledades, la que bebió desnuda con sus poros, aquella en la que ladraban las sombras y el futuro no era más que un agujero envuelto en papel de estaño, aquella en la que, en su desierto, los huesos en cruz pedían en vano que regresara el agua a los cuerpos de los hombres --¿qué poeta escribió eso?--, se ha visto renacida en un mineral trasterrado y ha comprobado que no importa saber a dónde vamos, ya que lo acabamos sabiendo siempre más tarde, cuando llegamos. Cuando, desde el negruzco secreto de los barrancos, surgió el talento, el esfuerzo, y Almería no se tambaleó en los andamiajes de su propio grito, la piedra se hizo fértil y el futuro hospedó a la esperanza, siempre ella tan huidiza: los ríos, está claro, no llegaron en algarabía a abrazarla, pero se deshizo de los fantasmas que orinaban contra sus muros y supo que debajo de la tierra no estaban los abismos, sino las playas fértiles en las que fondear y de las que sacar el tomate y el pimiento, el melón, y los filones del futuro. Marte puede estar tranquilo sabiendo que todo pedregal puede convertirse en cultivo extratemprano y que la rojez arisca de su piel tiene toda la traza de trocarse en el verde vergel en el que los poetas sueñan acumular nubes y quebrantos. Hubo agua, como aquí hubo plata. Habrá baile de risas si la vida vuelve tras la llamada de la tozudez y el empeño, eso tan burgués, tan contrarrevolucionario. Habrá futuro, en suma, si hay reparto, si quienes se disputan la miel y las abejas llegan a un acuerdo generoso: aquí en la Tierra, como allá en el cielo, los hijos de aquellos que fumaron el tabaco seco del destierro repetirán el milagro de redondear las ruedas cuadradas e inyectarán a su sangre el sulfuro necesario para seguir empujando.
Hará falta agua, y el agua, que no llegó aquél día del reparto primero en el que Dios andaba despacio tomando el fresco, tendrá que venir de los hombres, de los otros hombres, de los que dicen que ni una gota de las suyas llegará al sur. Guste o no --mientras en el sur calla cobardemente quien debiera cerrar los puños y golpear las puertas-- habrá que ir a por ella. No puede la madre de Marte vivir con menos atenciones que un planeta deshabitado. Si desde aquí ni Chaves ni nadie va a ser capaz de enfrentarse a los maragalles y tomar el agua aunque sea con los dedos es que entonces el sueño de los pueblos nunca podrá sortear los desfiladeros derrumbados.