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16 de mayo de 2003

La república perdida


¿Se ha superado, finalmente, la discutida posibilidad de refundación de Argentina como Nación?. No ha muchos meses algunas voces autorizadas aseguraban que lo que les esperaba a los imprevisibles australes era una desintegración en pleno: lo ha sostenido Angel Jozami en su interesantísimo libro “Argentina. La Destrucción de una Nación” (Mondadori) y lo han corroborado no pocos analistas recién desayunados de realidad. La elección, de nuevo, de un justicialista surgido de las mismas entrañas del aparato no augura una borrachera de imaginación política ni una repentino ataque de honradez presupuestaria, con lo que la pregunta sigue en pie: ¿se refundará la república?. Los argentinos, asombrados de sí mismos, han sido capaces de jugar con la posibilidad de otorgar la jefatura del estado a un individuo que, entre expansiones, colapsos, deudas y convertibilidades, dejó a la riqueza del país en primer tiempo de saqueo mientras su bolsillo vivía, sin pudor, la plétora de la sobreabundancia. Un repentino ataque de sensatez colectiva, no siempre habitual, ha impedido que un justiciable ocupe el sillón desde el que ofició un supuesto milagro económico en la década de los noventa que, en realidad, derivó en lo que hoy vive aquella tierra de permanentes contradicciones. Menem no llega. Pero llega Kirchner, y ya uno no sabe.


Recuerdo un extraordinario documental que en forma de película se estrenó en los ochenta y que firmaban Enrique Vanoli y Miguel Pérez: su nombre era “La República Perdida” y en él los autores repasaban milimétricamente la historia de una de las naciones más inclasificables pero apasionantes del planeta. En aquella cinta –que emitió, en su día, la UHF— se trataba de explicar la maldición a la que había sido condenado el país desde la primera asonada militar del siglo XX que acabó con el gobierno de Hipólito Irigoyen y que dio paso a sucesivas tomas de poder por civiles ora, por militares después, en un constante y desesperante toma y daca. De la visión de aquél film le queda a uno el retrato de una nación portentosa: sólo un milagro explica que un colectivo como el argentino haya sido capaz de superar la maldición de los gobiernos del General Perón y los diferentes asaltos al poder que el Ejército practicó, desde el Onganía que descalabró el intento moderado del Doctor Ilia hasta la tragedia infame que elaboraron con tanta precisión como villanía los Videla y demás. Queda, asimismo, la impresión de que alguien desmiente, por una vez, el incompleto argumento de que Argentina fue un país prodigiosamente rico a principios de siglo, cuando en realidad se trataba de una sociedad poderosamente oligárquica que se benefició a medias de su granero, de su cabaña y de las comunicaciones ferroviarias construidas por los ingleses, las cuales favorecieron, y no poco, la exportación de sus productos. Llegaron emigrantes, trabajaron y elevaron la renta per cápita a niveles lo suficientemente esperanzadores como para situarse en la lista de las futuras potencias. Pero los beneficios no se emplearon en desarrollar industrialmente el país, sino en iniciar la pertinaz costumbre de exportar los capitales que tanto ha caracterizado al capitalismo argentino. De ahí hasta nuestros días, un sin vivir.


No sé que piensa Martín Prieto –que es mi referencia argentonoide--, pero los tiempos por venir son tan difíciles, en principio, como los vividos. Un electorado que deja pasar la oportunidad de investir presidente al aritmético López Murphy y que insiste de forma contumaz en los vicios del justicialismo puede ser merecedor de desgracias fatales, alguna de las cuales las vive en la permanente fuga de profesionales con talento que buscan acomodo –afortunadamente para nosotros— en la misma España.


¿Está dispuesta Argentina a borrar todo un siglo de dislates?. ¿Veremos dentro


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