Asaltar un banco no conlleva ningún tipo de privación de libertad. Ese mismo fue el individuo que, junto con un compinche, mató a los pocos días a Rafael; y me pregunto yo: ¿tiene algún tipo de responsabilidad, siquiera moral, el magistrado que lo dejó en la calle?
No oculto mi primera intención de haber dedicado hoy las seiscientas treinta palabras de esta columna a asuntos que tienen que ver con los recientes exiliados cubanos o con los hippies de la tristemente famosa fiesta de Orgiva. Podría ser digno de reflexión que el Gobierno le esté aún dando vueltas a regularizar la situación en España de siete ciudadanos que vienen huyendo de una dictadura feroz mientras por otros lugares de se le cuelan diariamente cientos de emigrantes con los que no sabe qué hacer, me pregunto por qué los exquisitos y muy solidarios círculos políticos y sociales ligados a IU no han dicho una sola palabra de estos hombres que escapan de un tirano enloquecido y traficante; me pregunto a qué esperan para brindarles acomodo, asistencia letrada, medios de subsistencia. Podría, asimismo, ser digno de comentario el papanatismo con el que se han reunido alrededor de la nada en una fiesta de muerte anunciada. Podría serlo el nada sorprendente anuncio de que ETA no tenía en sus listas al bueno de Odón, ese muchachote donostiarra que resulta tan campechano y majete y que siempre tiene unas palabras de comprensión para con sus amigos nacionalistas, que tampoco están en la lista, claro.
Podría serlo todo ello. Pero, sin embargo, hoy me detengo en la figura de un hombre que pudo haber salvado la vida si los mecanismos de la justicia hubiesen funcionado correcta y sensatamente: Rafael Esteban, joyero sevillano fue asaltado y apaleado por dos individuos —españoles, nada de inmigrantes— en pleno centro de la ciudad un sábado de mañana. Rafael, hombre muy querido y respetado por aquí abajo, fallecía a los pocos días como consecuencia de los golpes recibidos e, inmediatamente, saltaron de nuevo las alarmas que sitúan a Sevilla entre las ciudades con más inseguridad ciudadana y que llenan de indignación a sus habitantes. La Policía hizo su trabajo (Antonio Bertomeu, el máximo responsable, es de lo mejor que le ha podido pasar a la ciudad) y, tras algunas pesquisas, dieron con los asesinos: se trataba de dos sujetos con un abigarrado historial delictivo a los que, una y otra vez, sus señorías los jueces habían puesto en libertad: Uno de ellos había sido puesto a disposición judicial no hacía muchos días por haber asaltado un banco del que se llevó poco menos de cuarenta mil duros antiguos utilizando un arma simulada (era un grifo, pero nadie sabía que lo que ocultaba era un grifo, evidentemente) y amedrentando a todos los presentes, trabajadores y clientes. El juez a cuya disposición pusieron al sujeto no consideró oportuno tenerlo entre rejas ni siquiera unas horas: lo soltó inmediatamente, por supuesto. Ignoro si también le pidió excusas por el comportamiento de los agentes. Asaltar un banco, como ven, no conlleva ningún tipo de privación de libertad. Ese mismo fue el individuo que, junto con un compinche, mató a los pocos días a Rafael; y me pregunto yo: ¿tiene algún tipo la responsabilidad, siguiera moral, el magistrado que lo dejó en la calle? ¿habrá conseguido dormir tranquilo o, acostumbrado al fin, pensará que ni le va ni le viene? ¿alguno de los irresponsables legisladores que han parido este tan garantista Código Penal experimentará alguna sensación de vacío o seguirá acomplejado por su pose de progresista con laureles?
La única respuesta cierta es que Rafael, buen amigo de muchos de nosotros, está muerto. Y que, con su muerte, van el desengaño y la rabia de muchos de los que le conocieron y quisieron. La responsabilidad de su asesinato se la deben repartir sus asesinos, el juez que los dejó a sus anchas y un Gobierno de pasmados con may