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26 de noviembre de 1999

Esos móviles de las narices


«Suenan en cualquier parte, con sus timbres desagradables, groseros, a todo volumen»

Que sí, que sí, que son muy útiles, muy prácticos, ya lo sé, además de muy caros, un robo, y de un tanto inestables. Son todo eso y más. Los teléfonos móviles. No cesaré de hablar de sus virtudes. Pero tampoco de citar sus inconvenientes, que empiezan en la tarifa abusiva y ladrona de los operadores, que son unos chorizos, y acaban en las costumbres groseras de sus usuarios, los cuales han extendido el hábito de utilizar el telefonillo en los lugares más inadecuados. Suenan en cualquier parte, con sus timbres desagradables, groseros, a todo volumen, con melodías incorporadas a la señal de llamada: hay quien le ha programado —como mi cuñado Carlos Santos— la música del antiguo Parte de Radio Nacional, que cuando le llaman parece que vaya a escucharse después la voz de Paco Cantalejo o de Pepe Verdú relatando los hechos del día. Suenan por el descuido de sus propietarios. Así puede uno escuchar la desagradable campanilla en hospitales, con la sala de espera repleta de potenciales bajas por enfermedad, cuando no en quirófanos, donde me contaba ayer un oyente que le sonó el móvil en plena operación de vasectomía —por supuesto, atendió la llamada—. Suenan en los restaurantes, donde tú te estás comiendo una lubina muy entretenido y tienes que escuchar los pormenores de los idioteces que se cuenta el individuo contiguo. Parece que hay restaurantes que requisan los móviles en la entrada: sabia decisión. Suenan en misa, en plena homilía, o en plena lectura de la carta de San Pablo  a los efesios —por que siempre hay una carta se San Pablo a los efesios, fíjense—, y en algunas ocasiones ha sido el teléfono del propio cura, el cual, lleno de parsimonia, se ha recogido el atavío y ha contestado sin más, dejando a todos los fieles pendientes del final del exordio. Suenan en el teatro, en pleno drama, cuando dos protagonistas se están reprochando su pasado, mientras el muy imbécil del propietario procura agacharse y hablar bajito. Suenan y suenan. En los toros, por ejemplo, se oye la sonería irritante del móvil en cualquier tercio, cosa que puede pasar inadvertida en la plaza de Pamplona, por poner una de especial charanga, pero no en la mía, La Maestranza, donde los silencios hacen que se oiga la respiración del torero: toreaba Curro Romero y sonó un móvil una tarde en la que la cameño no estaba especialmente brillante y todo lo que hacía era porfiar por acercarse al toro de puntillas pero sin exponer, a lo que alguien exclamó desde el tendido después de oír el timbrazo:«¡Curro, que te llaman por teléfono, déjaloooo!». Suenan en conferencias de cualquier tipo, en velatorios, en bodas —y a los propios contrayentes—, en el cien, en los quinarios —a mi amigo Fernando López le sonó en plena Función Principal de El silencio; enyesando, como estaba, de una pierna, no atinó a soltar la muleta y apagar aquel estrépito, qué bochorno—. Han llegado a sonar en funerales: en uno concreto nade sabía de dónde salía el timbrecito, todos se miraban, se palpaban el indumento, hasta que se percataron de que salía del interior del féretro, y es que al finado le habían amortajado con sus últimas ropas sin reparar que dentro aún estaba su móvil; algún guasón comentó que lo bueno hubiera sido haber escuchado ajetreo en el interior de la caja e, incluso, la voz del cadáver respondiendo. Me contaba Curri Venezuela que una ministra asistió a un acto con Don Juan Carlos provista de su teléfono, el cual dejó en la mesa de conferencias por si recibía llamadas; después de haber recibido dos, fue el propio Monarca que descolgó la tercera vez y dijo: «La ministra no se puede porque está en un acto con el Rey». Cierto como la vida misma.

Pero donde más puede llegar a reventar la mala educación de los móvil–adictos en viajando en el AVE Madrid–Sevilla. ¿Qué hemos hecho algunos para tener que soportar conversaciones a voz en grito de individuos que sólo suelen contarse tonterías? Esta gente se sienta, coloca su teléfono en la mesilla, lo mira fijamente y espera con paciencia a que suene. Cuando lo hace, suena con un timbrazo atronador que desvela a aquel que haya podido conciliar un cierto descanso en los incómodos asientos sin reposacabezas. Una vez dicho el «dígame», acostumbran a añadir inmediatamente: «Estoy en el AVE», y añaden: «Igual se corta». Y luego sobreviene la conversación, a voz en grito, acerca de cuestiones a resolver o de chismes intrascendentes. Así, una y otra vez, hasta veinte llamadas chirriantes en el trayecto, como las de un tipo al que ayer quise degollar —y que si lee este suelto sabrá que me refiero a él porque le lancé varias miradas asesinas— ya que no cesó de importunar con su móvil. Una señora oxigenada subió en Córdoba y estuvo hablando con una tal «Menchu, bonita», que por lo visto la estaba esperando en la estación de Sevilla; habló y chilló tanto que, a la llegada a Santa Justa, fuimos algunos viajeros los que tuvimos curiosidad por conocer a Menchu y hacerle saber que su amiga nos parecía una idiota. En resumen, son unos groseros. Que vayan a hablar al descansillo y que se pongan un vibrador. ¡Que me dejen dormir, coño!


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