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31 de marzo de 2000

Gracias


«De pertenecer a algún colectivo, tengo una indisimulable tendencia a pertenecer al de los vivos»


A todos. Gracias a todos. Por el afecto anónimo que brota de las voces de la calle, por l solidaridad surgida de entre ese abrupto bosque de intereses que a veces es el periodismo, por el abrazo sincero de aquellos que me han visto al borde de una pena, por el temblor contenido en cada palabra de los españoles, por las lágrimas vertidas en el mar interior del sufrimiento, por el amor de los míos, tan trasparente y tan sólido. Gracias por cada llamada que no he podido atender, por cada fax, por cada correo electrónico. Gracias por el aplauso, el guiño, el beso. Por el sentimiento, en suma, con el que mis compatriotas han sentido este desabrido incidente que ha estado a punto de costarme la vida. Y gracias, Majestad, por haber honrado a este leal súbdito con sus cálidas y sinceras palabras.

A estas alturas conocen ustedes sobradamente cada una de las escenas de esta tragedia de final feliz. Poco les puedo añadir yo que no hayan sabido a través del relato minucioso de la Prensa. Si acaso, puedo trasladarles determinadas sensaciones que me transitan estos días del corazón a la cabeza y que empiezan por mi intento —hasta ahora inútil— de reconstruir las horas previas a recibir un paquete en el que, supuestamente, se escondían unos crujientes y sabrosos puros habanos.

Me cuesta creer, por ejemplo, que, en una habitación más allá de los Pirineos, pudieran estar sentados tres o cuatro individuos acabando de decidir cuál era el día más adecuado para asesinarme. Me cuesta imaginarme sus caras, el momento en el que convinieron que yo era la víctima más adecuada, el instante justo en el que seleccionaron la forma en la que debían matarme. No consigo reproducir la imagen. Sin embargo, sé que pasó. Un buen día decidieron que yo era el adecuado par dar un escarmiento a la profesión periodística. Ya habían decidido que el sufrimiento debía ser socializado y que los canallas de los medios de comunicación (unos más que otros, claro, que siempre hay quien sabe dedicarse al noble oficio de la pastelería) habrían de asumir su parte de dolor en el conflicto. Un hombre —o una mujer— confeccionó un artefacto con 250 gramos de dinamita, lo envolvió primorosamente en papel de regalo, insertó mi foto y unas frases cariñosas y se dispuso a que fuera enviado a Sevilla. Tras un sencillo periplo, llegó a mí y, como saben, no explotó. De haberlo hecho, en lugar de unos enfermeros, me hubiera recogido el servicio de limpieza con una bayeta y mis restos habrían cabido perfectamente en un bote de papilla. Todo ello, convendrán conmigo, provoca una cierta sensación molesta y deja el cuerpo levemente cortado, como si una incómoda comida hubiera dejado su rastro en el estómago. ¡Qué quieren que les diga, no me quieren matar todos los días! Es más, es la primera vez que siento el aliento afilado de un asesino tras mis pasos. No tengo, como pueden imaginar, ningún interés en completar mis enseñanzas al respecto, está claro, ya que el primer contacto con la muerte violeta me ha dejado con muy pocas ganas de experimentar ningún tipo de aventura que vaya más allá de la pesca fluvial. Sin embargo, digo que no acabo de entender que unos tipos hayan decidido cruzar el umbral que va de las palabras a la acción y se hayan dispuesto a quitarme del tabaco. Sé que pretendían matarme, pero ya que no lo han conseguido les tranquilizaré diciéndoles que, como poco, me han aturdido.

Hasta ahora yo acarreaba con las consecuencias verbales que me proporcionaban las iras de determinados políticos nacionalistas empeñados en hacer de mí —y de algunos otros— poco menos que un icono antivasco. Pero la cosa no pasaba de algún exabrupto dominical y de las bravuconadas o los insultos de algún retino con escaño, lo cual era pesado pero sopo


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