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16 de junio de 2001

El complejo del yogur


«La dificultad de una democracia recién implantada es que tuvo que inventarse a todos sus protagonistas»

¿Qué porcentaje de su tiempo diario dedica un político en el poder —nacional, autonómico o local— a perpetuarse en el cargo, ser querido por sus electores y bien visto y considerado en su partido de procedencia? Haciendo una mínima excepción, más para los amigos que para los casos reales, puede contestarse esa pregunta afirmando, sin mucho riesgo de error, que ese tiempo es mayor que el consagrado al trabajo de su responsabilidad y competencia. Así lo exige, para empezar, la normativa electoral vigente, que cierra cualquier oportunidad representativa a quien no sea chico/a buno/a —obediente al mando, complaciente con los iguales y deferente con los inferiores— en alguno de los partidos en presencia. ¿Es el mérito, la búsqueda de la excelencia, lo que ordena las listas cerradas y bloqueadas con las que se otorga la fe de vida a quienes aspiran a representarnos y, en su caso, gobernarnos en los tres grandes planos de nuestra convivencia política? Si alguien se atreve a contestar afirmativamente a esa pregunta, se merece el premio San Luis Gonzaga a la ingenuidad y la pureza.

De por ahí procede el complejo del yogur que caracteriza a muchos nombres del PP. Para hacerse querer más, su gran obsesión, tratan de evidenciar su desapego por el cargo y se marcan, como los yogures, la fecha de caducidad. Es una moda que inauguró Manuel Fraga como presidente de la Xunta de Galicia y que luego, conseguido el efecto, guardó en el cajón de los buenos —¿buenos?— propósitos. El propio José María Aznar siguió el ejemplo de su director espiritual y nos tiene dicho que no estará en La Moncloa más allá de 2003. En esa misma renuncia voluntaria y tasada se han manifestado Alberto Ruiz–Gallardón, Eduardo Zaplana y otros cuantos próceres de la formación. Todos están en su derecho de hablar así e, incluso, de creerse lo que dicen, pero, vista su impertinente juventud, habría que ponerles algún reparo.

En 11 de diciembre de 2003, Ruiz Gallardón cumplirá 46 años, Zaplana alcanzará los 48 el 3 de abril de ese mismo año y el más «anciano», Aznar, celebrará los 52 el 25 de febrero. Si sus biografías no fueran las de notables servidores públicos, podrían hacer de su capa un sayo, o un pañal dada su cronología. Un arquitecto de postín, un cantante de moda o un tendero de provecho pueden retirarse según sus ganas o su fortuna; pero, con esta gente, los ciudadanos españoles, los próximos y los distantes, hemos hecho una potente inversión. Su formación —su experiencia— nos ha costado un Congo y la destreza profesional que han alcanzado es hija de muchos errores que, pacientemente, hemos sufrido nosotros. Una cosa es que los electores les rechazaran, llegado el caso, y otra que ellos entiendan la política, su oficio, como algo sujeto a escalafones y plazos. Parece que el PP les ha pedido la reincidencia a Gallardón y Zaplana. Pues claro, ahí o de ministros de Marina. Si no era esta su vocación podrían haberlo pensado antes y hubiéramos gastado el tiempo y los dineros en preparar a otros para la función. La dificultad de una democracia recién implantada es que tuvo que inventarse a todos sus protagonistas. Muchos nos salieron rana.


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