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4 de enero de 2008

El verdadero show de Moreno


Ignoro si a José Luis Moreno le han querido matar, le han querido asustar o le han querido robar. Es lo que menos me importa: sé que le han machacado, como poco. Pero me reconforta saber que no le han empequeñecido. Después de que un pelotón de fusilamiento entre en tu casa, te destroce a base de hachazos, te machaque a golpes de maza y te destripe mediante destornilladores afilados, lo más normal es que no quieras recuperar la consciencia social así pasen dos generaciones.

Este sujeto, en cambio, ha optado por hacerle frente al espejo -que es la peor conciencia de un torero de la vida- y contar las dolorosas consecuencias en un prodigioso ejercicio de realismo, ese que te hace superar la importancia que cobran las cicatrices cuando las ves a diario, cuando un cristal insobornable te devuelve la evidencia, cuando te apercibes de que un pitón salvaje se ha llevado por delante parte de ti.

Viéndose frente a ello, el empresario teatral y televisivo más desconcertante y persistente de los últimos tiempos podría haberse empequeñecido y contraerse hasta que sólo fuera una simple mancha en el silencio del miedo; sin embargo, seguro de sí mismo, ha concedido entrevistas y ha ofrecido una rueda de prensa en la que ha sabido, inteligentemente, combinar todas las dosis debidas de realismo y sinceridad escénica.

No sé si todos hubiéramos tenido el mismo sentido del interés público. Que una banda de delincuentes de origen desconocido entre en tu casa, te triture, te robe y te deje a las puertas de la muerte o de la invalidez es causa suficiente como para que definitivamente te apartes del mundanal ruido y, de contar con los posibles suficientes, te dediques a gozar de tus rentas en un escenario lo suficientemente lejano como para que nadie se acuerde más de ti. Sin embargo, este individuo de éxito tan primario como incansable ha optado por hacer frente al miedo, a la amenaza y a las heridas, lo cual no es fácil ni, supongo, gratuito.

Moreno maneja producciones de envergadura suficiente como para dejar en el camino tantos amigos como adversarios. Nadie está obligado a admirarle, de la misma forma que pocos quieren reconocer las habilidades que caracterizan su incansable sistema de trabajo. Pero, sin embargo, funciona. Sus producciones obtienen el favor del público -único misterio para la permanencia inalterable año tras año en cadenas públicas y privadas- y la diversificación de sus negocios alcanza límites y ámbitos que ni siquiera sospechamos: la leyenda asegura que es propietario de fábricas de seda y que cuatro compañías de ópera de su propiedad recorren el mundo; que cursó estudios de Medicina y que habla más idiomas de los que una mente normal puede asumir.

Ignoro la veracidad de muchos de esos extremos, pero, hasta donde sé, Moreno es una referencia en países cercanos como Italia, donde su muñeco Rockefeller llegó a ser más trascendente que Topogiggio y donde muchos artistas de renombre soñaban con tener la misma trascendencia del impertinente cuervo. Su tío carnal, Wenceslao Moreno, «Señor Wences», era algo más que una reseña en el «show business» de Estados Unidos: amigo de Sinatra, de Disney, invitado permanente en el show de Ed Sullivan, inspiración de alguno de los personajes de los dibujos de «South Park», alcanzó unas cotas de prestigio y popularidad de las que no se tiene conocimiento en España. Era, literalmente, el mejor ventrílocuo del mundo.

No estamos, pues, en el caso de Moreno, ante un cualquiera vestido de domingo. Y aunque lo estuviéramos, sólo con el ejemplo de entereza, sobriedad y dignidad con el que ha sorteado una caza al hombre valdría la pena aparcar las naturales críticas artísticas para centrarse en la dimensión personal de un tipo al que le han abierto la cabeza con un hacha con el objeto de robarle o de intimidarle, pero al que no han conseguido encoger.

Hasta la fecha, todo lo que ha tocado Moreno lo ha convertido en éxito. Irónicamente, hasta incluso salvar su propia vida.


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