No son productores con miles de trabajadores; son solo familias que explotan directamente su parcela
Doñana, palabra mágica, evocadora, talismán. Dices Doñana y estás invocando a dioses menores de toda arcadia posible. Doñana es el paraíso perdido, el tesoro inasible; es el escenario de todos los duelos o la confluencia políticamente correcta de los que, o bien aman la naturaleza, o bien no tienen ningún interés en ella. Muchos de los que hablan no la conocen de cerca, pero eso tiene poca importancia: todos quieren presumir de ser los salvadores de la última gran reserva de Europa, la que sobrevivió a la voracidad de los años 60 y 70, la que resistió a la invasión de ecologetas de toda estirpe y la que ha mantenido el tipo ante el acoso de políticos de variada jaez (y también de lugareños pavorosamente destructores).
Un veraneante de Doñana, Pedro Sánchez, ha golpeado su pecho entre lamentos para decir que no va a permitir la muerte del parque. Todo porque el Gobierno de Andalucía ha decidido reconocer la realidad de las explotaciones agrícolas de varios pueblos onubenses dedicados, fundamentalmente, a la fresa, que, en su tiempo, no fueron reconocidas ni desmanteladas por los gobiernos socialistas. No quisieron actuar por temor, como siempre, a la reacción contraria en materia electoral que ello pudiera acarrear durante años y años. Ahora, cuando se reconoce su existencia, el PSOE pone el grito en el cielo porque entiende que esas explotaciones acabarán esquilmando el célebre y agotado acuífero 27, el de Doñana, sobreexplotado durante todos los años de gobierno 'progresista'. Nada de eso dice la disposición de la Junta: antes al contrario, indica que se perseguirá cualquier extracción ilegal del subterráneo del parque y que el regadío de fresas y arándanos se producirá exclusivamente con agua de superficie, pero eso no importa: el argumento a manejar para toda la plaga de contertulios progres es que el Gobierno andaluz apuesta por desecar Doñana y poco menos que acabar con su existencia. Lo que ha hecho la Junta, realmente, es mandar la pelota al tejado del Gobierno de Sánchez: el agua de superficie debe llegar como consecuencia del trasvase del Odiel, el Tinto y el Piedras que debe realizar el ministerio de esa enferma de sectarismo que es Teresa Ribera y que, evidentemente, no piensa hacer. Ribera y toda la fauna que le acompaña son, como buenos socialistas, enemigos de trasvase alguno, como lo fue Zapatero al llegar al Gobierno después de que ERC le exigiera que anulase inmediatamente el Plan Hidrológico que había dispuesto el gobierno de Aznar («el agua del Ebro es nuestra y ni una gota será para el resto»). Entretanto no se solventa ese menester, cosa que no va a ocurrir antes de las elecciones de diciembre, los pueblos que precisan de ese agua –Almonte, Moguer, Lucena, Rociana, Bonares– podrán recordar la injusticia de los gobiernos socialistas andaluces que les dejaron fuera de los planes de ordenación del territorio y acordar que ahora, merced a otra disposición, reconocen su existencia. No son productores con miles de trabajadores; son solo familias que explotan directamente su parcela. Y a los que las mentiras socialistas ya les tienen hartos.