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25 de agosto de 2023

Crónicas herrerianas: De Ibiza a Formentera, cateto a babor


Herrera, a la izquierda, en Can Carlitos, en la isla de Formentera. A la derecha, algunos de los muchos barcos que atracan en las Baleares

«Envidio mucho a todos estos que se suben a un barco y manejan con soltura la jerga marinera. Yo, lastimosamente, soy un cateto a babor, incapaz hasta de entender por qué flotan los barcos»

A ver: yo nací en el Mediterráneo, y he visto el mar casi todos los días en que viví por sus lares, y conozco sus cambios de humor y las postales incomparables de amanecida -los atardeceres son atlánticos-; tengo por cierto que los espacios abiertos ayudan a ampliar los límites de la razón y soy de los que cree que el agua, digan lo que digan, siempre está fría.

Sin embargo, esa circunstancia no me hace un viejo lobo ni nada parecido: soy lo más extraño que se despacha en la cubierta de un barco y no consigo hacerme con las claves elementales que, por lo visto, conoce cualquiera que esté familiarizado con la náutica.

Envidio mucho a todos estos que se suben a un barco y manejan con soltura la jerga marinera, que si la cuerda es un cabo, que si aparcar es atracar, que si la derecha es estribor o que que si lo ancho de la embarcación es la manga.

Son los que ponen un pie en cualquier bote y en seguida saben lo que hay que hacer y dónde colocarse; son los que de un atlético y preciso salto se montan en una lancha o se bajan de la misma con soltura de poner un pie en tierra firme sin caer al agua; son los que calculan con precisión los nudos a los que se navega y su conversión en kilómetros hora; son los que dan un flete a la cubierta en lugar de lavarla y los que identifican con precisión el tipo de barquito con el que se cruzan. Yo, lastimosamente, soy un cateto a babor, incapaz hasta de entender por qué flotan los barcos.

Pero eso no quita que unos días de estos haya peregrinado entre Ibiza y Formentera por gentileza de un par de amigos propietarios de una comodísima embarcación, estable y funcional, con tripulación atentísima y un cocinero excepcional, lo cual esto último no resulta baladí. JR y MR, propietarios -en la jerga, «armadores»- de este centauro de las aguas, tuvieron a bien enseñarnos el perímetro de las dos islas en tres días inolvidables.

«Diera la impresión de que aquél que no llega en barco es un don nadie, tal y como he hecho yo en estos sesenta y seis años. En fin»

Para que yo no me canse de navegar incluso por aguas tranquilas, cómo de agradable ha tenido que ser ver las Pitiusas desde el mar y sus miles de embarcaciones cerca de las orillas cual si fueran naves a la espera de un desembarco total. Diera la impresión de que aquél que no llega en barco es un don nadie, tal y como he hecho yo en estos sesenta y seis años. En fin.

Ibiza y Formentera, presas de un encanto indudable y de recovecos angelicales, no son destinos precisamente del todo asequibles. Claro que hay de todo y que el que busca encuentra, pero para moverse por enclaves rabiosamente 'in' hay que haber hecho algo más de acopio de cartera de lo normal. Muchos lugares se tienen por exclusivos y, ciertamente, lo son, pero con mucha demanda de clientes dispuestos al baile de tarjetas, y eso hace que sean algo más caros de lo habitual.

Algunos Beach Clubs están poblados de gente encantadísima de conocerse y, por lo general, manifiestamente agraciada, y siendo eso así en todas partes, en Ibiza lo es un poco más. Aunque eso sí: aquellos lugares por los que me he dejado caer han exhibido notabilísima calidad. Comer en un chiringuito de playa, entre pinos caprichosos y con la arena fina como suelo, en pulcras mesas de madera y con la mano maestra de Rafa Zafra, es una buena elección.

Se llama Cala Jondal, trabajan un género excepcional y un método -el del sevillano creador de Estimar en Barcelona- de maestro de la cocina (el rodaballo a la brasa era una cúspide en sí mismo).

Cruzando a Formentera y, como buen cateto, preguntándose uno cuánta pasta tendrán los dueños de algunos barcos estacionados en las inmediaciones de la isla -barcos en los que parece que puede caber el colegio entero de las Calasancias de Triana-, di con dos lugares del todo recomendables y conocidos por aquellos que frecuentan esos lares: Es Molí de la Sal y Can Carlitos. En el primero saboreé una impecable tortilla abierta de erizos y gamba cristal y en el segundo, sito en el encantador puerto de La Savina, el que une las dos islas, muchas de las cosas del gran creador catalán Nandu Jubany -hay que seguirle en Instagram-, que hace sublime lo sencillo. Con todo, debo decir que lo mejor fueron las papas con choco que cocinó Manolo en el barco de JR.

Tengo la sensación de que los autóctonos de las dos islas que no se dedican al turismo están deseando que acabe agosto y se marchen todos los catetos a babor. Quedarse tranquilos, vamos. Yo, por si acaso, lo hago ya, despidiendo las crónicas de este verano. ¡Hasta el próximo!


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