Tenía una inusitada brillantez para el diagnóstico, un sublime aguijón para motejar a cualquiera y una gracia irrepetible que le hacía un interlocutor impagable
Le bautizamos al alimón Pepe Ribagorda y yo. Él le llamaba «mítico» y yo «Llorenç». Convenimos juntar ambos términos y Lorenzo Díaz fue ya siempre para nosotros «el mítico Llorenç». Nos asaltamos a inicios de los ochenta –«no puede negar, joven, que viene usted de provincia deprimida», me espetó– y, de radio en radio, de charleta en charleta fuimos cruzando esta España nuestra de alocución en alocución. Cuando conducía yo, que era siempre, no quería que le llevase por autopistas: «A ver, Queipo, –sí, me llamaba Queipo, Sevilla, la radio–, cuando lleva usted en su vehículo automóvil a un humanista tiene que pasearle por carreteras lentas, para que vea los campos de labor, cómo sube el cereal, algún labriego esforzado, la orientación de los girasoles, no sé, el pulso de esta España cominera; por el comino, sí, el comino, que ha dado sabor a mucho guiso de posguerra sin sacramento alguno…». Teorizó mucho sobre el comino, sobre todas las tabernas y botillerías, sobre la radio, la televisión, sobre todas las cosas de la España arbitraria que tanto amaba y que de forma tan certera ayudó a retratar. Tenía una inusitada brillantez para el diagnóstico y un sublime aguijón para motejar a cualquiera, materia en la cual era un certero artista, dotado de una gracia irrepetible que le hacía un interlocutor impagable. Los que hemos estado pegados a él, programa a programa, viaje a viaje, hemos sabido de eso. «Con usted, querido Queipo, no se puede hablar a partir del atardecer: le asalta siempre una melancolía por la pérdida de las colonias que le inhabilita como polemista», recuerdo que me dijo una tarde de espera en un aeropuerto en la que se aburrió sobremanera. Viví de cerca su romance con Concha García Campoy; con ella trabajaba yo en el Telediario y con él, en COPE: no di un duro por ese cortejo, pero me equivoqué porque la conquistó y ahí están sus estupendos hijos y los años exprimidos yendo a vivir, que ya se sabe que son dos días. Cuando asumí el matinal de Onda Cero le propuse que cada día me elaborara un retrato costumbrista y sociológico de los españoles a través de los asuntos que abordábamos con los «fósforos»: de ahí nacieron sus relatos sobre el abrigo del Socorro Rojo que aún conservaba o del Quijote de alambre rematado en lámpara que «tanta compañía me hace». O del camión de melones en el que llegó a Madrid desde su Mancha natal. O de su parecido razonable con Salman Rushdie. O del Madrid tabernario que manejaba como nadie, de buchinche en buchinche. Escribía ayer el gran Javier Rioyo que era un falso 'gourmet', y es cierto: lo que le gustaba es que bajáramos a comer a Casa Perico, donde Nines era la mano que mecía la olla como nadie. Magdalena Valerio, un ser humano incomparable, le ha acompañado estos últimos años. Le llamaba «la corregidora» y puede estar feliz de andar camino de los cielos habiendo transitado con una de sus habituales expresiones: ¡Qué felices fuimos Rosanita!