Cuatro de la mañana. Disfrazado de Abeja Maya al objeto de pasar inadvertido, Manuel Pizarro avanza de salto en salto, de esquina en esquina, camino de la subestación de Endesa desde la que planea vengarse del pérfido pueblo catalán en el que mora la empresa que pretendió comprarle sus acciones en aquella opa tan del gusto del Gobierno, del Tinell y de La Caixa y de la tieta Meritxell. Una vez alcanzado el objetivo sin ser visto, el terco y obstinado presidente de la compañía que al fin pasó a ser repartida entre el Gobierno italiano y unos avispados empresarios amigos alcanza el cable gordo de la luz y le vierte una mezcla explosiva de Aromas de Montserrat y Rosquillas del Santo que consigue dejar a oscuras al instante a la capital catalana, que en ese momento descansaba de tanto trajín de celebración de aniversario de los Juegos del 92. Riéndose como Patán, el perro pulgoso de Pierre No Doy Una, vuelve a toda prisa a su furgoneta secreta y toma el camino de «Madrit».
A las cuatro de la madrugada de una pegajosa noche barcelonesa, Miquel Iceta, portavoz del PSC, se incorpora de golpe en su cama, sudoroso y agitado por la pesadilla, y grita: «¡Ya está! ¡Ya lo tengo! ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora? ¡Ha sido Pizarro!». Sopesando el beneficio que siempre reporta azuzar el victimismo de una población castigada por el desastre de infraestructuras que le rodean, urde el argumento y convoca a la prensa para revelar la auténtica razón por la que una de las ciudades más significadas de Europa sufre el calvario de tres días sin luz. No es el infortunio, el ensimismamiento de una clase política dedicada exclusivamente al petardeo verbal, cualquiera de los últimos ministros de Industria -todos catalanes- de los últimos gobiernos; ni mucho menos. Es Pizarro, el empresario que colocó el PP, cuando aún detentaba el poder, al frente de la perla codiciada de la energía española. Pizarro, molesto por el abordaje de la gasista, habría urdido una conspiración saboteadora para hacer pagar a sus clientes catalanes una operación que le creó no pocos dolores de cabeza. No importa que la oferta, por muy catalana, legítima y aplaudida que fuera, resultase poco atractiva para los intereses de los accionistas a los que representaba Pizarro. No importa que, en virtud del mercado libre en el que aún vivimos -para desespero de algunos sonámbulos de la política-, las maniobras del pertinaz presidente de Endesa hayan supuesto un incremento suculento de los beneficios de aquellos accionistas que estén dispuestos a vender.
Para algunos firmantes del Tinell, el simple hecho de que el origen de la compradora fuera meramente catalán era suficiente argumento para que la operación se realizase sin más. El apoyo del Gobierno, en función de carambolas políticas no tan difíciles de explicar, incorporaba el definitivo argumento favorable a la operación. Oponerse era ejercer el cada día más proliferante anticatalanismo que últimamente explica cualquier cosa. La simpleza argumental de Iceta y de todos los que buscan, como locos, excusas que les permitan escurrir el bulto es un insulto a la inteligencia de aquellos a los que dice defender; pero, aún así, resulta triste comprobar que hay más de uno y de dos dispuestos a comprar mercancía tan averiada, explicación tan descabellada, propia de un mal sueño de verano.
«Jaque Mate catalán al Sector Energético Español», tituló la prensa catalana aquel día en que Gas Natural lanzó una opa sobre la eléctrica de moda. Era toda una declaración de intenciones que no resultó, finalmente, productiva. En vista de que la operación se quedó en un intento sin fortuna, los jugadores del siempre confuso ajedrez político del Principado se dispusieron a echarle las culpas al árbitro. Ahora que se ha caído un cable ya pueden respirar tranquilos: lo ha tirado Pizarro y ellos, una<