HOY es el día señalado para la ira. Las voces de los almuédanos entonarán la llamada a la cólera santa y una regurgitación furiosa surgida de las entrañas del islam hará temblar las cortinas de los palacios occidentales, tan vacíos ellos de trascendencia religiosa y tan repletos de esa visión utilitaria y aberrante de la vida propia de los infieles. Ignoro qué estará pasando a estas horas en los centros mismos de la fiebre musulmana, pero los histéricos avisos de los pastores islamistas no auguran más que rostros desencajados, chispas de fuego eterno y griterío furibundo, cuando no sangre derramada de unos cuantos inocentes desprevenidos. Vaya usted a saber. Occidente mira para otro lado y no quiere percatarse de que el Papa de Roma ha señalado crudamente sus contradicciones, su cobardía y su permanente inclinación a todos los relativismos posibles. Sabía muy bien lo que decía. Sabía lo que había de pasar. Y, afortunadamente, no ha hecho más que dar explicaciones y no ofrecer disculpas, por más que el afrancesado Moratinos no lo entienda. Lo ha escrito claramente Roger Garaudy, el converso francés considerado faro y guía de la revolución espiritual islamista española -negador, de entre otras evidencias, del Holocausto-: «Occidente es un accidente. Su cultura, una anomalía».
Hay que entender el islam como algo más que una religión, como un hecho social, como una revolución cultural y militante, dice el pájaro, y por esa vereda debemos comprender la comprensión y/o fascinación que esa disciplina ha sembrado entre seres de procedencia marxista y atea. Lo explica Rosa Rodríguez Magda en su imprescindible libro «La España convertida al islam»: muchos de los conversos procedentes de esos ámbitos ideológicos buscan en el islam una estructura de análisis político, una revisión de la historia y una ética hedonista que recoja las influencias hippies de la contracultura anticapitalista. El occidente que ha sobrevivido a las ideologías totalitarias debe ahora ser vencido por la única civilización que le puede hacer frente. La tesis de Huntington del «choque de civilizaciones» pasa a convertirse, de lleno, en una «sustitución de civilizaciones». La dirección de la humanidad por Occidente ha tocado a su fin, vienen a decir los ideólogos de cabecera de los que hoy están gritando en las calles. Y mientras, ¿a qué se dedica ese Occidente?: a perezosear intelectualmente y a observar con languidez por la ventana la invasión de sus jardines. De ahí el arreón del Papa. Unos cuantos majaderos ignorantes manejan impunemente la tesis de que al-Andalus no fue conquistado por la invasión, sino conseguido mediante la introducción fascinadora y aperturista de un puñado de musulmanes llegados a la península.
En virtud de ello, algunos pensadores insinúan que el ideal hubiera sido el mantenimiento del islam en coexistencia mediterránea con otras tradiciones en lugar de la aborrecible Reconquista que tantos males nos ha traído. Los pocos que contestan a esa memez son señalados crudamente como apologistas del enfrentamiento y el imperialismo. Y ahí afuera siguen gritando que es el día de la bestia, el día de la ira. Habrá, no obstante, quienes no lo quieran oír: todo progresista que se precie desea tener de sí mismo tal imagen atractiva que se entiende esa visión mitificada del pasado y esa negación a aceptar la crudeza de una realidad que en cualquier momento puede pasar de ser un ejercicio intelectual de minorías hedonistas a un golpe sangriento en la convivencia a manos de quienes llegan a Europa -o ya están en ella- con las duras prácticas del radicalismo religioso. Nosotros somos el problema, nuestro permanente complejo de culpa, nuestra irrefrenable tendencia a la autoflagelación, esa que nos hace considerarnos culpables de que nos maten. Ahí afuera, ahora mismo, nos están desafiando. Ha tenido que ser el Papa quien nos avise y quien excite el debate. Que no sea tarde.