ME pierdo, reconozco que me pierdo. Ya no sé quién es el bueno, quién el malo, quién el mediopensionista. Es lo que tiene la derecha española, que todos tienen apariencia de buenos y luego son más malos que la quina. O al revés: les adjudicamos intenciones torticeras y perversas y en realidad son la mano derecha de Fray Leopoldo de Alpendeire, que tanto se parecía a mi inolvidable Antonio Garmendia. La relación que nos ocupa entre los cabecillas del PP nos lleva, inevitablemente, a teñir nuestra crónica con la tinta de las teorías conspirativas: ¿de veras es una lucha por el poder lo que se escenifica en el campo derecho de la política española? ¿o son simples ganas de joder? Por lo que sabemos hasta ahora, la lucha por el galleo conservador comenzó en la derrota del 2008 y persistió de forma sorda hasta el ya famoso Congreso de Valencia, en el que todos los que le daban a la húmeda de forma más o menos descarnada no adelantaron la muleta ni se cruzaron al pitón contrario. Desde entonces se suceden escaramuzas y la paz no acaba de llegar a Génova 13 en una pelea que no beneficia ni a los populares ni al país. Y menos si se sustenta en Caja Madrid. La deslealtad que muestra alguno de los miembros de la crema popular es de antología, pero también lo es el hecho de que ésta no sea detectada y neutralizada a tiempo por aquellos que tienen como misión clavar los colmillos en los tobillos de los díscolos, cosa que la izquierda sabe hacer con una efectividad fuera de toda duda. La izquierda será lo que sea, pero tiene un solo discurso: demagógico, fácil, embustero, cínico, sí, todo lo que quieran, pero uno solo; la derecha, por el contrario, tiene varios y, además, antagónicos, sintiéndose todos ellos portavoces de la ortodoxia del partido. Cualquiera diría que los dos príncipes de la Comunidad de Madrid pertenecen a la misma formación política; cualquiera diría que sus números dos votan la misma papeleta cuando llegan las elecciones. Manuel Cobo le ha dicho a Esperanza Aguirre cosas que no le han llegado a decir jamás los socialistas, para los que la presidenta de Madrid es poco menos que la encarnación del diablo. Esperanza Aguirre ha dicho cosas de Rajoy -de aquella manera, ya me entienden- que jamás se le pasaría por la cabeza decirle a ZP el más díscolo de los socialistas. Todos, empezando por Ruiz Gallardón, han tomado como excusa la presidencia de Caja Madrid para asaltar de forma sibilina, subrepticia, disimulada, el liderazgo de Rajoy, el cual es el objetivo. El gallego tranquilo, por su parte, tiene una indisimulada tendencia a confundir prudencia con parsimonia, y como consecuencia de ello ha hecho verosímil la suerte de que cuando utiliza la contundencia siempre lo hace forzado por las circunstancias. Que nunca se anticipa a ellas. Que no es un killer, vaya. Y así las cosas nos vamos entreteniendo con cuestiones meramente menores, agrandadas por el artificio verdulero del cruce de acusaciones entre pares, mientras el país se debate en una severísima crisis degenerativa: paro, déficit, mediocridad, relativismo y corrupción a espuertas.
Está bien que no sepamos quién es el bueno y quién el malo. O que pensemos que tienen razón a ratos y que cada uno puede manejar argumentos convincentes frente a los del contrario. Pero no que perdamos el tiempo ensimismados ante el espectáculo de unos visires atizándose con la alfombra mágica mientras ante nuestros ojos se descompone el bien común. No parece tiempo de vedetismos por muy merecidos que resulten en virtud a los éxitos conseguidos en los tiempos recientes: el patio está por barrer y la mierda va a acabar comiéndonos. Que pongan al frente de Caja Madrid a quien les dé la gana, sea Rato o su porquero, y que se dediquen a regenerar el tejido social antes de que se descomponga.