PERMANEZCO cautivo de un viejo aprecio por Baltasar Garzón. Fue magistrado en Almería y se guarda de él un recuerdo no excesivamente malo, lo cual en lenguaje meramente judicial quiere decir bueno, habida cuenta la mala leche que suelen gastar los togados entre sí. Se trata de un aficionado a los toros de bastante buen tino, lo cual, en el caso de quien esto escribe, es motivo de loa y consideración. Su afición a la caza no me merece más que el respeto de quien es hijo de cazador y, por tanto, sabedor de lo mucho que respetan y aman el medio ambiente aquellos que se calzan una escopeta al hombro y escudriñan el campo en busca de una buena pieza. No pude por menos que agradecer su empecinamiento en perseguir los flecos sueltos responsables de la feroz represión militar argentina consecuencia de la dictadura militar asesina que sufrió el país hermano durante la década de los setenta.
Me produjo no poca solidaridad que prescindiera de su carrera judicial para luchar por sus ideas políticas al lado de un decadente Felipe González y de un Partido Socialista carcomido por los muchos años de gobierno: soberbia, suficiencia e impunidad eran los males que Baltasar, teóricamente, debía combatir con su mera presencia como número dos en la lista por Madrid. Se le dijo, pero era más fuerte su legítima vocación política: tenía la muy noble intención de cambiar el país en un momento en el que España estaba para que la barrieran de cabo a rabo. Nada que objetar, adelante los valientes. Lógicamente, en un gobierno en decadencia poco se puede hacer: la cosa acabó como el rosario de la aurora ya que, una vez conseguido el efecto propagandístico del cartel electoral, no se trataba de tocar las narices, sino de sumarse a una deriva política para la que nuestro hombre no estaba preparado. Para ser una comparsa no había dejado un prometedor futuro en una carrera tan sacrificada y costosa como la judicial. No pudo ser lo que esperaba ser y se volvió a los juzgados. Chungalati con tomati. Luego vino el GAL y la inevitable sospecha de rencor político. Personalmente lo sentí por Barrionuevo, al que sigo defendiendo a pesar de las evidencias. Empezó, para un sector de la opinión pública, a labrarse el perfil del héroe insobornable que luchaba contra la podredumbre que había conocido de primera mano. Consiguió, en compañía de otros magistrados, encarcelar una forma de gobierno, una suficiencia de poder abocada inevitablemente al abismo de los perdedores.
Su posterior lucha contra el entorno etarra mereció que muchos españoles nos sintiéramos en deuda con él: independientemente de la efectividad de sus instrucciones había una disposición de acabar con los malos que siempre deberemos agradecerle quienes estamos en esa lucha desde el primer día. No pocas veces le he hecho llegar mi gratitud por ello. Y lo sigo haciendo. Pero una extraña fiebre le ha sobrevenido a Garzón en los años que transcurren desde el advenimiento del zapaterismo hasta aquí. Como si quisiera recuperar el tiempo perdido, ha cometido errores de concepto global que resultan poco explicables. Aún no comprendo la necesidad de tirar por la borda un razonable expediente de servicios a la comunidad en virtud de inclinaciones políticas. Ignoro si de veras le gusta o no ser protagonista de portadas de prensa, pero me causa no poca curiosidad saber cuál es la razón por la que se deja poner en cuestión permanentemente a causa de sus instrucciones sumariales. ¿Persigue el delito sin más o persigue formaciones que no casan con su forma de interpretar la política? ¿Por qué razón permite, mediante sus actuaciones sumariales, que ciudadanos que hemos tenido absoluto respeto por él consideremos que se le ha ido la pinza de la contención? La teoría de Garzón la tengo incompleta. Me faltan años o datos, no lo sé, pero no alcanzo a comprender según qué mecanismos del comportamiento humano de un tipo no tan despreciable como les parece a algunos. Seguiré investigando, pero me temo lo peor.