MILLET es barcelonés; Mellet es sevillano. Una sola letra de diferencia pero un abecedario entero de coincidencias. Uno distrajo un puñado de millones de euros del sacrosanto Palau de la Música en beneficio propio y ajeno; el otro gestionó la desviación de otro puñado de millones de Mercasevilla en beneficio, se supone, ajeno, aunque con tanta pasión que parecía propio. Estamos de acuerdo en que no es lo mismo una sociedad coral en la que se entonan cantos de sirenas clásicas que un conglomerado de comerciantes que mercadean frutas y verduras, pero también lo estamos en que son dos sociedades por las que transitan no pocos ríos de oro susceptibles de ser reconducidos debidamente en virtud de la más sofisticada de las ingenierías hidrológicas. No es lo mismo, digo, pero sí es lo mismo: Millet, crema de la burguesía barcelonesa, distraía dinero al objeto de enriquecerse -según confesión propia- sin reparo de que fueran beneficiados colectivos políticos concretos; Mellet, en compañía de Ponce, su compañero de fatigas, recolectaba maletines por orden de sus señoritos con destino a las entrañas confusas de la Junta de Andalucía o del Ayuntamiento de Sevilla. Tanto el primer caso como el segundo están pendientes de juicio, con lo cual toda prudencia es poca, aunque bueno será señalar dos evidencias: Millet ha confesado haber robado algunos millones de euros y Mellet fue grabado exigiendo a unos empresarios la mordida nada despreciable de doscientos mil euros en maletines a cambio de firmar jugosos contratos con Mercasevilla. «Para los niños saharauis», justificó. Desconocía este columnista, la verdad, tantos niños saharauis encargados de gestiones políticas en la Junta andaluza. Toda una sorpresa. Y entre Millet y Mellet, que tienen nombre de payasos de fiesta de cumpleaños, toda una pléyade de casos de distracción de caudales públicos asombra a los paganos españoles. En el breve espacio que media entre uno y otro podemos elegir entre María Antonia Munar y El Ejido, entre Palma Arena y Estepona o entre Malaya y Gürtel, por no ser exhaustivos. La Sirenita mallorquina, presidenta de un partido que cabe en una caja fuerte doméstica, se empecinó en la misma manía que los gestores de Mercasevilla y vendió unos terrenos por treinta millones cuando tenía una oferta de sesenta. Los andaluces prefirieron -todos ignoramos por qué- una oferta de ciento ocho cuando tenían una de ciento sesenta: ¿qué filantrópica razón les inclinó por el más retraído de los dos? Vaya usted a saber, ¡son tan difíciles las razones de la gestión pública!: ¿quién nos dice que los que menos ofrecían no eran más generosos y mejores intérpretes de la debilidad humana?
Coincidiendo con la reciente subida de impuestos para enjugar el gravoso déficit que pende sobre la cabeza de los españoles, un nutrido y selecto grupo de gestores públicos tienen que comparecer ante los jueces y fiscales a cuenta de sus distracciones: los miembros del ayuntamiento de El Ejido -y sus cónyuges- están acusados de retirar tanto dinero como el que, posiblemente, deben los endeudados almerienses del Campo de Dalías. O, tal vez, mucho más. Pero, al igual que los casos anteriores, tienen derecho a la defensa y a la presunción de inocencia y mientras no me demuestren que se lo han llevado crudo no seré yo quien les señale. Claro que, entretanto, habrá que entender la irritación popular: «¿pero es que no hay nadie honrado en este país?». Indudablemente sí. Muchos, la mayoría, pierden más que ganan, pero finalmente los que flotan son los Millet y Mellet, descorazonando profundamente a una ciudadanía que tiene la fundada sospecha de que todo está podrido, de que todos son una panda de trincones, de que nos roban el dinero impunemente. Es exagerado, indudablemente, pensar esto último, pero es comprensible. Sólo la acción granítica de la Justicia -sin estar sometida a manipulaciones interesadas- puede aliviar esa sensación de estar asistiendo a nuestro propio robo. Tan desagradable, por otra parte.