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18 de mayo de 2007

El «Sebastianazo»


Alguien le aconsejó mal a este hombre. O tal vez no le hizo falta y se aconsejó solo. Como quiera que sea: pretender herir al contrario oliéndole la bragueta es una tentación que ha venido rondando a los políticos desde que se inventaron las campañas electorales, pero hasta la fecha no se había cruzado ese umbral en el convencimiento de que a los españoles les importa bastante poco lo que haga un edil o un ministro en su alcoba. España no es un país anglosajón: los norteamericanos consideran que si un candidato engaña a su esposa también engañará a los ciudadanos y los británicos han obligado a dimitir a más de un alto responsable de la función pública por asuntos relacionados con el sexo.

Ello en nuestro país no es contemplable, a menos que el discurso del candidato entre en colisión con su comportamiento, es decir, si un antiabortista feroz es sorprendido acompañando a su esposa a abortar o si un político declaradamente hostil con la homosexualidad es sorprendido contratando los servicios de un chapero, resulta evidente que ambos pueden tener problemas para justificar su discurso o conducta en el futuro. Las correrías sentimentales de algún prócer de todos conocido jamás fueron motivo más que de chascarrillos o de chanzas entre periodistas o compañeros de partido y nunca al electorado se le ocurrió pedirle explicaciones sobre su bipolaridad afectiva. Es evidente que en círculos periodísticos se conocen buena parte de detalles de la configuración sentimental de los principales ejercientes de la política, pero no suele usarse esa información con intenciones desestabilizadoras: una diputada ha estado, sin ir más lejos, en el corazón, sucesivamente, de un importante representante en el Congreso y de un notable servidor del Ejecutivo, creando entre ambos no poca tensión personal, y a nadie se le ha pasado por la cabeza convertir ese interesante pasaje -que explica no pocas cosas- en una noticia publicada. Hay un «fair-play», vengo a decir.

De ahí la trascendencia del paso dado por este áspero político y parece que brillante economista llamado Miguel Sebastián. Si el PSOE sabía que en un momento dado éste iba a esgrimir una portada de prensa en la que aparece una vistosa abogada enredada en la Operación Malaya para poner en evidencia al alcalde de Madrid y a la hipotética relación que ambos hubieran podido mantener, es que o bien quieren despeñarlo o bien dan por hecho que no va a rascar más que un puñado de votos y que, por lo tanto, debe jugar a la desesperada, a lo que sea, al pelotazo desde medio campo. De lo contrario, no se entiende.

Sebastián, que venía tocado con la severa acusación de Conthe -haciendo que su comportamiento se atribuyera al de una cucaracha cuando se enciende la luz-, que había protagonizado un poco edificante culebrón de equilibrios de poder, venganzas financieras y maniobras desestabilizadoras, sólo precisaba un movimiento como el llamado «Sebastianazo» para quedar machacado en la misma línea de salida. Sabido es que a los votantes socialistas pueden llegar a erotizarles estos «killers» desabridos y con aires de dóberman, la mascota emblemática del PSOE, y que, por lo tanto, pueden lanzarse a votarle como agradecimiento por haberle propinado a la derecha zarpazos de tal calibre, pero en este caso concreto cuesta creer que su perfil vaya a resultar atractivo para los electores y que vaya a convertirlos en masas oceánicas camino del colegio electoral. Si su intención era, exclusivamente, indagar acerca de posibles irregularidades en la adquisición de tres palacetes de Madrid por parte del malayo Roca, sobraba la portada de la revista sujetada como si fuese una muleta bien armada. Si la intención no era sólo intentar involucrar al alcalde en la Operación Malaya -de la


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