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7 de abril de 2006

La república de Rodríguez


Rodríguez Zapatero es, efectivamente, fiel al ideal republicano: es exactamente igual de sectario que lo eran muchos de sus correligionarios del PSOE en los años treinta. Con una desventaja añadida: es mucho más ignorante que aquellos.

En su última perorata republicana, este misionero de las libertades a tiempo parcial de la historia ha centrado en el año 31 las tierras doradas de la política española, la génesis de las libertades, el suelo desde el que saltar al techo del progreso. La Segunda República -tendemos a olvidar que hubo una Primera y que su bandera, por cierto, era la misma que ahora- centró las ansias modernizadoras de unas clases políticas y sociales que aspiraban legítimamente a dinamizar los anticuados esquemas en los que se movía la España de la época. Cierto. Pero la recuperación para el debate de aquellos años no resulta completa si no se efectúa críticamente y se complementa con la información sobre el sectarismo, cainismo y extremismo que se vivió en el seno mismo del régimen y que espolearon políticos de perfil muy semejante al del actual presidente del Gobierno. No hacerlo así es pretender disecar el tiempo, vivir en la peor de las nostalgias -aquella que evoca lo que no existió- y legitimar de forma más o menos explícita el ajuste de cuentas. Rodríguez pertenece a una generación de políticos en cuyo seno abundan aquellos que quieren protagonizar «su» Transición: no les sirve la que han heredado y precisan colgarse la medalla de algún tipo de cambio. Para ello dan el salto hacia atrás y enarbolan un discurso detestable basado en la recuperación de afrentas ya resueltas. Así se asigna a la izquierda eternamente doliente el papel de sucesor de los torturados y al PP el de heredero directo de Franco y su dictadura. Plis, plas. A ver si les saco algo a los odios y consigo que nadie hable de la violencia política, de la violencia religiosa, del odio social de los años treinta, y, en cambio, sí de mi abuelo, cuyo asesinato me ha hecho sufrir tanto como la ETA a Irene Villa.

Todos estos sumos sacerdotes del ajuste de cuentas deberían pararse a pensar que aquella experiencia que fue, fundamentalmente, desleal a sí misma, difícilmente puede servir de rampa de convivencia futura para unos españoles a los que no les interesa nada volver al pasado. El imaginario popular de futuras generaciones no pasa por desenterrar restos humanos de las cunetas, por mucho que familiares de represaliados -de todas las tendencias- quieran saber dónde están los suyos y tengan derecho a saberlo. Que la secta que pasa las horas evocando a Largo Caballero y a las Checas de Madrid no se plantee, de verdad, por qué fracasó aquél régimen y qué errores no habría que volver a cometer, habla de la insolvencia intelectual de este grupo de sujetos para los que no hay otro nirvana político que aquellos años republicanos enmarcados en una Europa convulsa y totalitaria, fascistoide o comunista. Nuestro punto de apoyo, el de los españoles que hoy trabajamos, salimos, entramos, holgamos o buscamos cómo ser felices razonablemente, no está en la proclama del 31, por mucho que un puñado de ignorantes lo celebre como si ninguna otra cosa hubiera pasado. Nuestra puesta a cero y nuestra base de despegue está en el 78, que es cuando los españoles hicimos tabla rasa y nos pusimos hombro a hombro a mirar hacia el futuro. Lo demás, todas las soflamas republicanistas, no pasan de ser nostalgias absurdas llenas de mala fe. Si la República que nos espera es lo que encarnan tipos como Carod, Puigcercós o los reventadores de conferencias al estilo de los comunistas sevillanos que impidieron la comparecencia de Raúl Rivero en la Universidad, que Dios nos coja confesados.

 

 


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