Supongámosle al presidente del Gobierno la mejor de las intenciones, la más absoluta de las noblezas, el sincero deseo de confeccionar, sin otros intereses que los del pueblo español, el futuro más estable posible para la ciudadanía. Supongámosle una audacia a prueba de asesores timoratos, una visión clarividente y un tesón inquebrantable en la puesta en práctica de sus convicciones. Supongámosle un forro de titanio aislante de la corrosión que producen los contratiempos y un apoyo firme de sus seres más próximos. Supongámoselo todo. En su día, ZP debió de pensar que lo mejor era amortiguar el metálico tacleteo de las reivindicaciones nacionalistas con una propuesta novedosa y valiente: reformemos la Constitución sin tocarla, por la puerta de atrás, conseguid vosotros el puñetero autogobierno, jugad a la soberanía menuda y mientras tanto dejadme que yo convenza a ETA de que puede dedicarse a la política. Por demás, dejadme que pacte en Galicia y Cataluña con los independentistas y ayudadme a arrinconar al PP en toda España mediante el Tinell y lo que se tercie. Perfecto sobre el papel; ni una sola pega. El único problema es que la realidad no es un dictado, la realidad es un capricho, y Rodríguez Zapatero se ha topado con la crudeza de las cosas, no siempre adecuadas a su voluntad. Los estatutos han fracasado desde el momento en que han sido recortados por la sensatez de las leyes -sin que aún el lento e irresponsable Tribunal Constitucional haya dicho esta boca es mía- y los nacionalistas que en el mundo han sido se han sentido traicionados: los convergentes no han raspado poder en Cataluña y el PNV ha visto cómo el proceso de negociación con ETA, sus niños díscolos, lo ha protagonizado el partido socialista vasco. Nada hay peor que un nacionalista traicionado en sus pretensiones más elementales. El enfado les ha llevado a querer ser más independentistas que el inventor del independentismo y mostrar su rostro más furioso. Pujol, esa gran mentira de la política de estado, ha acabado en abuelo cebolleta instando a la insumisión fiscal, y Maragall, la cabeza que no acaba de rodar por la ladera del Tibidabo, reclama a estas alturas un estado propio para Cataluña después de muchos años de engañarnos a todos haciéndose pasar por un catalanista comprometido con la España común. Los independentistas del PNV, por su parte, no contentos con el disparatado Plan Ibarreche, dedican su tiempo a preparar un fantasmagórico referéndum en cajas de colacao, y, para un nacionalista que les había salido dialogante y educado -que no te escupe trozos de bacalao al pil pil mientras te habla-, van y se lo pulen. En resumen, al supuestamente bienintencionado Rodríguez Zapatero le ha salido la apuesta absolutamente al revés: se le encabrona el nacionalismo, ETA no le cree, le rompe la tregua y los supuestos amigos con los que ha afrontado la legislatura se le suben a la chepa. A los gobiernos de Aznar les reprocharon no entender a los nacionalistas con sus posturas rígidas y displicentes, pero lo cierto es que los que ahora gobiernan, con sus maneras cercanas a la servidumbre, no han conseguido más que elevar sus reivindicaciones al máximo nivel conocido. Un desastre en la práctica. Sin Imaz en la dirección del partido del nazi Arana todo va a ser más difícil, porque Imaz, aunque independentista por igual que sus compañeros de taller, manejaba otros plazos de ejecución y otro discurso, otras maneras y otro sistema de cautivación colectiva. Ahora es cuando quiero ver yo al bueno del presidente y al menos bueno de Pachi López negociando con los eguíbares el futuro de la cosa. En Cataluña le pide la independencia hasta Artur Mas, el socio del Pacto del Tabaco, y en Galicia, sus socios del BNG, quieren criar bebés soberanistas desde la guardería. Menudo panorama.
El mundo está lleno de buenas intenciones, pero también está lleno de políticos excesivamente ambiciosos que nunca acaban de comprender que dar de comer a lo