El nacionalismo es minucioso, se detiene en cosas en las que la gente normal no repara: díganme si no responde a ese aserto la iniciativa del consejero Huguet de prohibir la venta de muñequitas flamencas y de toritos de fieltro en las tiendas de souvenirs catalanas, al objeto de que los turistas no confundan los escenarios y entiendan que Cataluña es Cataluña y que la flamenca en cuestión es un añadido improcedente y que aquí, el verdadero símbolo de la imaginería popular es el «caganer», que es un tío que está cagando sin piedad cerca del Nacimiento y que prolifera por muchos belenes españoles. El «caganer», efectivamente, humaniza el misterio y personifica el carácter catalán de forma plástica: mientras a su alrededor trasciende la historia de forma sublime, él se ahorra el abono del campo sembrándolo de esencia personal. A los chiquillos les gusta mucho y siempre preguntan por él, y en media España se ha impuesto su presencia, ciertamente. Incluso se actualiza cada año incorporándole el rostro de personajes públicos conocidos, tipo Carod o tipo Ronaldinho.
Una muñeca vestida de gitana es, reconozcámoslo, una seria amenaza para la soberanía nacional catalana: son figuras que se confeccionan en Chiclana, representan algo tan caduco y franquista como el baile flamenco y, por si fuera poco, son compradas como recuerdos o fetiches por miles de extranjeros que visitan la Costa Brava y que se creen, valientes estúpidos, que están visitando España. La izquierda catalana ha reaccionado a ese desafío y en virtud de su cosmopolitismo, su modernidad, ha decidido «sugerir» a los comerciantes de Las Ramblas que se dejen de vender esos anacronismos y que los sustituyan por figuras enraizadas en la mitología de la tribu: así un Tamboriler del Bruch, el muchachito que con su tambor puso en desbandada al mismísimo ejército francés; así el propio Caganer; así el Tió, ese tronco al que los niños catalanes golpean en Navidad al grito de «¡Caga, Tió!» para que les deje muchos regalos -como ven, en Cataluña, la deposición y la entrañable fiesta familiar de la Navidad van íntimamente unidas: florece, de nuevo, la teoría del abono y de la trascendencia antes expuesta-.
En cuanto al toro, ¡qué decir!: la gran afrenta que la sensibilidad social tiene que sufrir en un silencio horadador es la presencia de un astado con banderillas en los comercios de los alrededores de la Sagrada Familia. Eso no hay cultura ni país que lo aguante. Así a ver quién es el guapo que consolida una nación. Percatado de ello, el tal Huguet, ese especialista en provocar odios para así poder lamentarse de lo mucho que le odian y obtener beneficio de ello, está elaborando el baremo de multas con el que obligará a los comerciantes a colaborar con la salvaguarda de la artesanía local. Quien venda el toro en lugar de exhibir el famoso «Ruc» catalán -un simpático borrico que simboliza, por lo visto, no pocas virtudes del pueblo elegido-, deberá atenerse a las mismas consecuencias que los más de mil comerciantes multados por no rotular todo, absolutamente todo, en el idioma de Verdaguer. Si acudir a una plaza de toros en la oficialmente antitaurina ciudad de Barcelona es una heroicidad gracias a las cuadrillas de fascistas de ERC que se agolpan en la puerta de la Monumental insultando al público que libremente acude, no digamos verse sorprendido adquiriendo un torito de felpa.
La inquietud que mostramos algunos, no obstante, no acaba ahí: si, en virtud de la justa reciprocidad, aquellos lugares que se han visto agradablemente invadidos de «caganers» deciden hacer lo mismo, pero al revés, ¿serán acusados de boicot ultraderechista?
En pocas palabras: ¿qué hacemos con los cientos de miles de tíos cagando en nuestros belenes que han salido de Cataluña?
Se me está descomponiendo el cuerpo, por cierto.