El signo de los tiempos nos lleva a reverdecer pasados episodios, repetidos episodios, cíclicos episodios. Una vez más, las masas humanas se mueven, crean diásporas de goteo y, en esta ocasión, lo hacen ante las cámaras y los micrófonos. Una parte del mundo va a invadir a la otra y nosotros lo vamos a ver. Sin más: los hombres y mujeres africanos que cruzan el mar para llegar a la tierra prometida son la reedición de otras invasiones vividas en los libros de historia. Repasémoslos y recapacitemos. Hay gente en España que no quiere trabajar en general, que no quiere trabajar en determinados trabajos en particular y que no quiere cobrar lo que se paga por esos trabajos diversos. Suelen ser, curiosamente, muchos de los que se quejan de que otros vengan a hacerlos, pero eso es cosa de otro artículo. Los que llegan están dispuestos a lo que sea menester, ya que su panorama local no pasa de contemplar una esperanza de vida de cuarenta y pocos años: con esa expectativa y con las pocas cosas de las que son poseedores, se tiran al mar. Cruzan ahora desde Mauritania hasta Canarias: 800 kilómetros, una distancia parecida a la que media entre Zaragoza y La Coruña, en ruin barca y a pleno sol. O a plena tormenta. Y llegan. O mueren en el camino. Pero, desde aquí, debemos combinar la visión solidaria con aquélla que defiende los intereses nacionales y que preserva a sus territorios de situaciones de emergencia, cosa que dudamos algunos que ponga en práctica tanto el Gobierno español como la propia UE.
Una reforma laboral tan bienintencionada como contraproducente ha mostrado a los negreros de estos tiempos que aquél que llega a las costas de España se queda. Pasan unos días en un albergue canario, son transportados a la península y, pasados cuarenta días más, son puestos de patitas en la calle. Que se busquen la vida. Entonces encuentran cualquier trabajillo y subsisten de mala manera -en cualquier caso, mejor que en sus aldeas de origen- con los trabajos a los que no se quieren dedicar los españoles. Los que están colapsando los centros canarios son la avanzadilla de los que esperan en las costas africanas, y los que esperan en las costas canarias no tienen nada que perder, más que la vida, y la arriesgan con todas las letras con tal de llegar a la tierra de las hamburguesas. Si en el futuro queremos que no todos dejen las tierras del hambre y vengan aquí a colapsar lo que apenas funciona, tendremos que hacer posible su desarrollo: lo que no nos gastemos impidiendo su entrada nos lo tendremos que gastar haciendo posible su crecimiento.
Pero esa medida es de efectividad lenta; antes habrá que prevenir las desgracias. Si se premia con la estancia a aquél que consiga alcanzar la costa, o a aquél que sea avistado por las autoridades marítimas, se estará incitando al cruce desesperado de más y más hombres y mujeres. Es una manifiesta irresponsabilidad la que exhiben los colectivos gubernamentales o sociales cuando sólo manejan el discurso solidario de la tierra común y la desgracia a compadecer: a un gobernante con mínima conciencia de la realidad hay que exigirle un diagnóstico y una terapia más severos que la habitual cantinela de «es comprensible que quieran tener lo que tenemos nosotros» y otras fórmulas cómodamente instaladas en los discursos que no se atreven a ir un poco más allá. Las políticas de hechos consumados, exentas de medidas enérgicas, también son las que convocan a miles de personas en las playas de Mauritania. Toda la piedad y solidaridad para con aquéllos que arriesgan su vida, pero también toda la contundencia para defender los intereses nacionales, que son una cosa que, a pesar del gobierno y sus exegetas, existen.