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6 de marzo de 2009

La aspirina cubana


POCOS meses atrás, antes de que Fidel Castro experimentase esta aparente mejoría que parece que vaya a hacerle debutar con el equipo de béisbol Habana Industriales, más de un analista internacional afirmaba sin recato alguno que nos encontrábamos a las puertas de una irreversible e inevitable transición llena de sorpresas. Cauta y serenamente, la dictadura cubana parecía encaminarse, decían ellos, a una inevitable ducha de realidad, la misma que derribó imperios como el soviético o que obligó a una sociedad absurda y agarrotada como la china a cazar ratones para dar de comer a su población. Las primeras medidas que adoptó el régimen revolucionario hicieron creer que se abría un periodo de realismo y efectividad, un tiempo en que todo el esperpento de la mentira mejor contada por las momias ideológicas de Occidente tendía a diluirse poco a poco en un incuestionable baño de sentido común. Los cubanos, a los pocos meses de alzarse al poder nominal Raúl Castro, fueron autorizados a adquirir teléfonos móviles y dormir en hoteles de la isla hasta el momento reservados a extranjeros. Estas decisiones, que causaron no poco alboroto en los espíritus deseosos de ver en cualquier gesto toda una declaración de intenciones, fueron calificados por los propios cubanos como «aspirinas». Eran, en realidad, aspirinas para curar un cáncer: ¿de qué le sirve a un ciudadano de la isla poder dormir en el Melía Cohiba si no tiene con qué?
 
Recientemente, el régimen ha sometido a su gobierno a una de esas purgas de extraña explicación que básicamente consiste en relevar a unos pocos ministros y acusarles inmediatamente de colaboradores del enemigo. En Cuba no se contempla el cese sin más: además hay que vejarles y señalarles como venenosos sicarios del capitalismo, la corrupción y la traición. Pérez Roque, el desabrido ministro de Exteriores que tanto se ha aplicado en hacer aún más antipática la dictadura cubana, ha pasado a ser un indeseable. Ha seguido los pasos de su antecesor, Roberto Robaina, figura de indudable magnetismo fuera y dentro de la isla, que fue acusado de poco menos que de insurgencia. Le ha sucedido un viejo con aspecto de jovencito opositor a Harvard. Otrosí el eterno delfín Carlos Lage, retirado fulminantemente de la gestión económica. Han emergido militares de la confianza de Raúl Castro de una edad parecida a la de José Martí si éste estuviera vivo. ¿Cómo se interpreta este cambio? Como la voluntad rocosa de blindar el poder ante un futuro escenario que les produce pánico y ante el que no saben ni cómo reaccionarán ellos mismos. Cuando se produzca el «hecho biológico» -que a este paso puede ocurrir a mediados del presente siglo-, la gerontocracia oligárquica cubana deberá enfrentarse a una incógnita. Y ante la desorientación, el blindaje. El «gironazo», para entendernos.
 
Se da por hecho que el gobierno Obama, así tenga tiempo para ocuparse de algo más que de lo que tiene en lo alto, permitirá en breve el vuelo a cubano-americanos a la isla y, quién sabe, del resto de ciudadanos en un plazo no muy lejano. Las autoridades cubanas lo temen como un nublado y por ello empiezan a mostrar cierta hostilidad verbal. De nuevo la inseguridad. Nuestro Gobierno no puede conformarse con ser un simple mediador entre los norteamericanos y los comunistas reinantes en Cuba. Para ese tiempo de incertidumbre que antes o después llegará los españoles deben ser los mediadores entre la carcundia gubernamental castrista por partida doble y la difusa oposición que aún no sabemos a cuántos representa pero que existe con nombres y apellidos. Ellos dibujarán el futuro del país, y el nuestro, nuestras autoridades, deben estar en medio. Para ello, posiblemente, habrá que asumir no pocas tensiones, pero este es un tren que no se nos puede escapar. Resignémonos a llevarnos, en ocasiones, algo mal con ellos, pero estemos atentos a lo que hay en la acera de enfrente del poder. Entretanto, los Castro seguirán con el ácido acetil salicílico para hacer creer a algunos bobos que algo se está moviendo en las tripas del régimen. Pero no se engañen: el cáncer sigue vivo.

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