A las pocas horas del pasado debate entre los dos candidatos principales a presidente del gobierno, una fácilmente detectable euforia se instaló en los predios del candidato popular. «Mariano lo ha machacado», «le ha dejado para el arrastre» y otras expresiones de semejante jaez eran de uso común durante esa noche y la mañana posterior. La derecha -perdón, el centro derecha, mecachis, que siempre se me escapa- vivía un desahogo por primera vez desde las elecciones municipales y creía firmemente que su sueño era posible, todo ello después de sentir el acoso, el cordón sanitario y el agobio en sus propias carnes. Los debates, al menos en España, no parece que sean la fórmula perfecta para generar masas oceánicas de personas decididas a cambiar su intención de voto; asientan el voto de los partidarios y, como mucho, ponen en duda a un escaso puñado de votantes -el voto en nuestro país tiene un componente identitario absolutamente descomunal y, si me permiten, irracional-, pero generan, eso sí, un estado de ánimo o de desánimo que condicionan la opinión, la acción y la reacción en los días posteriores.
Los seguidores de Rajoy han vivido, pues, una liberación hormonal parecida a la que experimentan los seguidores del equipo que gana la Copa de Europa y han paseado lo que consideran su triunfo con el orgullo de quien gana teniéndolo todo en contra. Parece claro que, digan lo que digan las encuestas, Rajoy estuvo por encima de su adversario gracias a haber llevado buena parte de la iniciativa en el debate y a contar con la ventaja de ser él quien analizaba la tarea del gobierno y no el gobierno -aunque lo intentara sin éxito- quien examinaba a la oposición. El que habrá de llegar el próximo lunes será, en cambio y según parece, el de las propuestas, el de analizar frente a frente lo que los dos grandes partidos nos tienen preparado a los españoles. Ahí no vale la misma técnica: ya no se trata de decirle al gobierno lo mal que lo hizo en esto y aquello, sino de convencer a los espectadores u oyentes de que las ideas de uno son mejores que las del otro, lo cual no tiene el mismo rendimiento en espectacularidad que la bronca desabrida y el reproche agudo. No obstante, si Rajoy se desenvuelve con más soltura en las argumentaciones que Rodríguez Zapatero, la euforia, de nuevo, se instalará en el ámbito de los votantes populares y esta vez tendrá carácter casi embriagador. Tanto, que puede costarle al PP un serio disgusto, que no es otro que el de excitar el voto útil de la izquierda, la izquierda extrema y el nacionalismo de garrafa el próximo día nueve, lo cual convertiría en carne verídica la paradoja teórica de que ganar sobradamente puede ponerte en aprietos en la hora final.
No se trata tanto de abonar la teoría un tanto extraña de que a la derecha española le conviene hacer campaña como si se presentase a las elecciones finlandesas con tal de no despertar al habitual abstencionista de izquierdas, no; se trata de evidenciar la mala suerte de los conservadores españoles que no pueden apoyarse en barandilla ninguna en su escalada al poder. Están solos, y a lo más que pueden aspirar es a la abulia y desgana en sus oponentes, habitantes permanentes de los pactos del Tinell y otras majaderías. Si yo fuera estratega del Partido Popular, alto honor al que no aspiro, nunca aconsejaría a Rajoy que se dejara ganar el partido ni que evitara vencer claramente a su contrario, pero sí procuraría convencerle de que prescindiera del lanzamiento de cohetes desde el conocido balcón de la calle Génova o soslayara las declaraciones pletóricas de los suyos. No pocos votantes de la izquierda extrema, de los grupúsculos insertos en IU, de los independentismos grasientos procederían a taparse la nariz y votar por el, para ellos, menos malo, como si las elecciones generales fuesen una segunda vuelta cualquiera. En una palabra: «¡Que viene la derecha!», dirían. Y obrarían en consecuencia.