Ignoro si ayer manejó el candidato el argumento que está haciendo furor entre los trasterrados socialistas catalanes: «Franco me echó de mi pueblo». No conozco el texto del pregón que ayer pronunció como pórtico de las fiestas en honor de la Virgen de la Antigua y Piedad, pero dudo de que Pepe Montilla, como así le conocerán los antiguos de su pueblo, resista la tentación de culpar al régimen anterior de la fatalidad de marchar a Cataluña. No creo que cargara mucho las tintas de la lamentación porque tampoco puede quejarse de su suerte y me consta que en Cataluña los enemigos de su propio partido estarán leyendo con lupa sus palabras por si le pillan en un renuncio. El equilibrio es delicado. Un poco de nostalgia sentimental está bien, pero exagerar el lamento emigrante es, a todas luces, contraproducente, ya que más de uno le podrá espetar aquello de «haberte quedado allí si tan a gusto estabas».
Habrá tenido tiempo de cantar las clásicas Coplas de la Aurora y de bailar el Chascarrá, el baile típico de la población, que se ve que nació en los cortijos entre los jóvenes que recolectaban la aceituna. No veo yo a Montilla bailando nada, pero vaya usted a saber. Lo que sí es seguro es que si Josep no fuese candidato a la presidencia de la Generalidad catalana no les habría dedicado a sus fiestas un tiempo tan preciado como el otorgado ayer hasta altas horas de la madrugada en una jornada previa a su último Consejo de Ministros, ese en el que, a lo mejor, tiene que tragarse finalmente la opa de Endesa.
Pero la revolución es la revolución y quienes no quieran entender que su candidatura es una pequeña revolución en el partido y en la sociedad es que no quieren ver la realidad. No sabemos si el futuro nos deparará un PSC igual de canalla y traidor en su deslizamiento hacia las posiciones más nacionalistas jamás conocidas en Cataluña -los conversos son temibles-, pero que tipos como Montilla, que hablan rematadamente mal el catalán, que no tienen nada que ver con los ensimismados y selectos grupos de poder barcelonés y que no descienden de las familias de apellidos incluidos en el «Gotha» social de los barrios altos alcancen la gestión sagrada de los asuntos sentimentales del Principado es un cambio estructural político más que notable.
Creo, sinceramente, que son injustos aquellos que le reprochan desde Andalucía haber caído en conductas propias de un renegado: Montilla ha crecido, en buena medida, en Cataluña, donde se ha hecho como hombre, donde ha creado una familia y donde ha apostado por su futuro. Es, por tanto, la tierra a la que se debe. Cosa que se entiende perfectamente en aquellos prodigiosos lares. Con Iznájar puede mantener una pequeña relación sentimental, pero no está obligado a nada más. Sin embargo, su pregón debe entenderse como una señal inequívoca lanzada a todos los que emigraron desde los iznájares del sur a la periferia barcelonesa, a todos los que se desentienden de las elecciones autonómicas catalanas, a todos los que quieren sinceramente a Cataluña pero no se sienten involucrados en sus aventuras nacionalistas. A los que le pueden hacer ganar, en una palabra, cosa que si bien puede parecer un desastre para la gestión del territorio -ha dejado el ministerio, literalmente, patas arriba-, es, en cambio, una buena noticia desde la perspectiva histórica catalana. Ara es l´hora, altres catalans. Así está Mas de nervioso, diciendo estupideces y lamentándose de que el famoso «Pacto del Tabaco» con Rodríguez Zapatero no le vaya a servir de nada.
Desde su obligado laicismo programático y con el malaje que le alumbra, dudo de que haya dado muchos vivas a la patrona del pueblo, pero no me negarán que el asunto tiene su gracia y su pequeña trascendencia.