De milagro que no lo hizo en la fuente de Neptuno junto a los guiris que salen del Prado, los paseantes de terrazas y los diputados que cruzan el semáforo rejoneando automóviles. Por poquitas. Pero, lo que se dice hacerlo, lo hizo en el Congreso, sí. No en el pleno, sí en una sala junto a un retrato de la fascinante golfanta de Isabel II y una Constitución de cuando aquí había liberales de verdad y no esta colección de ibéricos disfrazados de progresistas. Achinó los ojos cual si padeciese ligero atasco en el tránsito intestinal para subrayar las palabras que hacían referencia a la dificultad del proceso, disertó durante diez minutos sobre los lugares comunes que le han hecho famoso y libró algún que otro mensaje concreto destinado a convencer a todo tipo de auditorios. Es Rodríguez. No puede ser otro. Los periodistas, eso sí, estamos encantados con la deferencia de habernos elegido para sustituir a la soberanía popular, que ya sabemos que recaer, lo que se dice recaer, no recae del todo sobre nuestros hombros, pero bueno... En fin, vamos a la magra.
Que la soflama zapaterista haya gustado a los miembros de Batasuna, ahora llamada por los estudiosos de la mercadotecnia política exclusivamente «Izquierda Abertzale», es detalle generador de una cierta inquietud. Lo que le puede gustar al tal Barrena no creo que nos pueda gustar a los normales, a los que hemos vivido en el lado de los tiroteados, en el lado de las nucas, no en el lado de las pistolas. La frase que claramente estaba encajada en el texto al objeto de contentar a la otra parte, a los de Txapote y a los recolectores de nueces, es la que hace referencia al respeto que merece la voluntad de los vascos para decidir su futuro. ¿Es una forma de referirse al derecho de autodeterminación? La frase, sin más complementos, es lo suficientemente inquietante como para que muchos tengan derecho a exigir alguna explicación complementaria. Envolviendo a ésta, en cambio, otras líneas del texto podrían estar firmadas por cualquiera que mantenga su cabeza en la fresquera del sano juicio: no habrá concesiones políticas, seguirá vigente la Ley de Partidos, todo se hará bajo el amparo de la Constitución del 78 y se observará el máximo respeto a las víctimas del terrorismo. Impecable, si fuera cierto. Y ojalá lo sea. Pero Rodríguez tiene un grave problema de credibilidad nacido de su última trayectoria, ésa en la que ha hecho exactamente lo contrario a lo expuesto en esos cuatro principios intachables: ni pacto antiterrorista convocado, ni comisión de secretos oficiales, ni consenso con la oposición -con la única, el PP; los demás son simples mamporreros- ni gestos de afecto y cariño a las víctimas, ni amor desmedido por una Constitución a la que se magrea por la puerta de atrás. Es la lucha de lo formal y lo oficioso: formalmente el Gobierno inicia contactos legítimos con una banda de asesinos que ha declarado una tregua, pero oficiosamente sabemos que esa tregua ha llegado merced a las concesiones de un presidente que mediante delegación lleva años hablando con los malos. Y cuyos contactos nos maliciamos vayan a propiciar que los asesinos consigan, sin asesinar, alguno de los objetivos que no lograron asesinando.
Ya que el circunspecto declarante de ayer nos ha pedido ayuda en forma de discreción -que no sé si quiere decir ausencia de crítica-, empezaremos por no sulfurar demasiado las primeras reflexiones. Que no sueñe que vayamos a cerrar los ojos. De la misma forma que ha cumplido con la otra parte respetando el plazo dado por «Gara» y regalándole alguna frase peligrosa, esperemos que cumpla con esta otra todo lo dicho en la parte inmaculada de su exposición. Nos veremos en septiembre, Rodríguez: ya no habrá Mundial, ni juicio de Txapote, ni estará Grande Marlaska...